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Letra Libre de Joel Nava Polina

La verdadera historia de los Pez Gato

La verdadera historia de los Pez Gato

La historia que esta vez te narraré, tiene su origen en el mar.
Si te preguntaras ¡qué tiene que ver un gato y el mar; y si me molestaría responder - en caso de que formularas un cuestionamiento de tal índole? Te respondo inmediatamente:
“1.- Tenemos mucho en común; y 2.- no tengo ninguna razón por la cual no te resolvería esa duda”.
Yo sé que es algo complejo para ti comprender, sin conocer la historia, porqué un gato como yo, ¡tiene cola de pez!
Habrás pues de saber, que, ¡yo soy amigo acompañante de una sirena!
Así de fácil es la respuesta.
No te habías percatado que ¿también las sirenas podrían tener sus propios amigos felinos, al igual que los tienes tú?
A, pues, ¡ahí tienes! Ellas también los tienen.
Yo, y muchos como yo, que vivimos en el mar, somos amigos de sirenas. Ellas nos cuidan y nos quieren, pero de vez en cuando, por ser tan buenas, nos comparten con ustedes.
Y es que, sabes, las sirenas siempre han sido felices, pero cuando la artista mexicana Vanessa Salas, descubrió algo muy importante, fue que decidió darnos vida.
“¿Podría hacer que sean más felices de lo que ya son ustedes?” preguntó un día Vanessa a una sirena amiga suya que conoció en el mar.
- ¡Claro que puedes hacer algo para que vivamos muy felices, más de lo que somos! – le respondió una muy bella de ojos color azul turquesa y cabello rojo y largo como algunos sargazos del mar.
Y es que, - le contó entonces un secreto a Vanessa- nosotros vivimos de felicidad. Y si un día estamos tristes, podrían entonces comenzar a desaparecer.
Ese secreto produjo gran inquietud a nuestra artista, y por esa razón, fue que entonces, sin perder más tiempo, Vanessa se puso a trabajar en ideas para que su amiga y las compañeras marinas de ella, nos desparecieran.
Al volver a su casa, en Guanajuato, y luego de terminar sus vacaciones en el mar, y despedirse de su amiga, se puso a trabajar.
Muchas horas estuvo pensando Vanessa cómo podría contribuir a aumentar la felicidad de las sirenas.
Le llegaron ideas muy interesantes, como... transmitir a sus amigos que los mares del mundo deben ser cuidados, y por tal razón, ser cuidadosamente protegidos.
Vanessa se puso muy contenta con la idea que acababa de generar, y entonces, al anochecer, cuando fue a dormir, entabló comunicación vía sueños, con si amiga de cabellos rojos.
Greta entonces le respondió (ese es el nombre de la amiga sirena de Vanessa): “... esa es muy buena idea, y nos hace muy felices...”.
Le dio las gracias a su amiga, y en cuanto se despertó nuestra artista se propuso crear otra idea para practicarla y hacer felices a las sirenas.
Muchos días pasaron y muchas noches Vanessa estuvo comunicando a Greta todas las que iba generando.
Una noche sin embargo, la artista encontró apesadumbrada a su amiga Greta.
- Quiero ayudar a que desaparezca tu tristeza – le dijo Vanessa a su amiga.
- No sé .... – meditó un poco Greta antes de responder a su amiga... - , esta vez, si puedas ayudarme. Las ideas que nos has dado para que continuemos siendo felices nos ayuda mucho, pero sabes... – y le dio en voy baja, como sin tuviera vergüenza de comunicarle que... -, a veces nos sentimos un poco solas.
Vanessa se sorprendió mucho con esa revelación, y arguyó:
- Pero..., y los peces..., los delfines..., las ballenas y... demás animales marinos, ¡no les hace sentirse acompañadas? – preguntó Vanessa a Greta.
- No es lo mismo, ellos son amistades que nos acompañan, y los acompañamos, pero...
Greta se quedó un tiempo callada, en tanto miraba saltar y jugar de aquí para allá a “Monina”, la preciosa gata que acompañaba a Vanessa a todas partes que ella fuera, incluso, hasta en los sueños.
Vanessa sintió entonces que en su corazón nacía algo. Se dio cuenta por primera vez que, en un sueño una nueva idea se le estaba revelando.
- No te preocupes más, Greta – pidió Vanessa a su amiga.- Mañana nos encontraremos aquí de nuevo, en mis sueños, y te diré que haremos.
Las amigas se despidieron, y al despertar Vanessa se puso a trabajar en su casa (que también es su taller donde trabaja).
Bueno, ¡imagínate...! tan emocionada estaba al despertarse, que olvidó desayunar, y luego olvidó comer, y olvidó también cenar.
Durante la mañana, medio día, tarde y noche, Vanessa se la pasó en el interior de su taller. Sólo dio muestras que de que estaba bien, cuando pidió a su novio que fue a visitarla, le hiciera un gran favor.
“Cómprame por favor una pecera redonda, grande y cristalina en el acuario; ah, y que le pongan agua salada... es muy importante...”.
Su novio le aseguró que le llevaría todo por la tarde, y entonces Vanessa continuó trabajando.
Quien sólo la acompañaba, claro, era nada menos que ¡Monina! Pero ese dìa, estuvo muy inquieta y platicadora.
Sólo se escuchaba el “miau, miau” por aquí y por allá, además de un muy fuerte ronroneo.
Vanessa le decía: “que bueno que estés contenta Monina.... me gusta que te agrade mi trabajo... tù me inspiras mucho...”.
Y así, una y otra vez, la artista hablaba a Monina, y Monina de le respondía con maullidos de contento.
Luego entonces, hacia la media noche, se escuchó un sonoro y alegre: “¡Terminé!”.
Nuestra artista, cansada pero muy alegre, llamó a Monina y le dijo: “Te presentó a... “cola de pez”.
Y entonces se escucharon dos tipos distintos de maullidos saludándose.
El de Monina, y el de Cola de Pez. O sea, ¡el mío!
Vanessa me miraba con una sonrisa de satisfacción y alegría, y de vez en vez daba un retoque aquí y otro allá a mis bigotes y mis ojos. Y sólo cuando estuvo satisfecha, me introdujo en la gran pecera que había llevado su novio, para, por primera vez ser introducida en agua salada, muy parecida a la del mar.
Mi creadora estaba muy contenta, pero también muy cansada. Y sólo se percató que se había quedado dormida en su mesa e trabajo, cuando Greta la llamó con un susurro al oído.
- Querida , despierta... sueñas que estás dormida...
Vanessa entonces abrió sus ojos. Miró a un lado y al otro, y se percató que, en efecto, estaba ya en sus sueños.
De pronto, dijo, desperezándose y dando un gran bostezo: ”... amiga... te traigo un obsequio...”.
- ¡Para mi? – respondió Greta con asombro pero feliz de la vida.
- Todo para ti.
Vanessa entonces retiró el lienzo con el que había cubierto la pecera justo antes de que se quedara tendida, dormida, en su mesa de trabajo.
Greta emitió un grito de felicidad al verme.
Ahí estábamos. Mirándonos a los ojos. Vanessa estaba que no creía lo que veía. Tanta felicidad emanábamos Greta y yo al vernos, que olvidó decirme que yo podía vivir tanto fuera del agua, como dentro de la misma.
Cuando se dio cuenta del error, metió las manos en el agua y me sacó, para entregarme inmediatamente en los brazos de su amiga, hoy ¡también mi amiga!
Desde entonces, Vanessa comenzó a crear gatos cola de pez como yo, para todas y cada una de las sirenas del mundo.
Como regalo, las sirenas dieron a Vanessa toda suerte de buenos deseos y mimos.
Mimosa incluso, se enceló un poco por tanto cariño que le prodigaban; pero se dio cuenta que no podían competir con el aprecio que ella le daba, porque, a fin de cuentas, a Vanessa la veía diario, y en todo momento, y a sus amigas sirenas, que también ya lo eran suyas, sólo las miraba de vez en cuando, durante los sueños que ella tenía por las noches.
Desde entonces, las sirenas están siempre acompañadas. Son felices con nosotros, pero lo son más cuando la gente hace cosas importantes por los mares.
Sobre Vanessa, les cuento algo muy bonito.
Ella también recibió un regalo. No de parte de las sirenas. Sino de los hombres.
Un día, exhibió a unos señores en Guanajuato una gato cola de pez como yo en un lugar muy importante, y le dieron el Segundo Lugar Nacional en la categoría de Nuevos Diseños, oferta Exportable e Innovación Artesanal del FONART (Fondo Nacional para el Fomento a las Artesanías) en el año 2003, y en el 2004 fue galardonada con el Segundo Lugar Estatal del VIII Concurso de Creatividad Estatal en Guanajuato.
Desde entonces, Vanessa Salas, nos crea a mano, de uno en uno, y nos pinta para que tanto las sirenas, como los amantes tengan un acompañante único.
Soy un juguete artístico único que debe ser tratado con amor. Nunca ser lavado, planchado, o ser expuesto al fuego. Puedes, sí limpiarme con un lienzo húmedo, pero nunca mojado.
Y “colorín, colorado”, esta historia que ha terminado... promete que le seguirán muchas nuevas más

FIN

DR 2007 México DF, año 2007

EXTRAÑA SENSACIÓN©®

EXTRAÑA SENSACIÓN©®

EXTRAÑA SENSACIÓN©®
1994


El timbre del teléfono suena, apenas faltando dos campanazos para que el reloj de péndulo de la sala, contara la novena.

Entonces, el jovenzuelo espera justo a la mitad del tercer ¡riing! del comunicador, para levantar la bocina; en ese momento ya eran las 10 en punto de la noche.

¾ ¡Hello!

¾ ... click ¾ terminó por escuchar en su oído.

Iracundo, el muchacho se yergue sobre sus piernas y lanza el aparato telefónico al piso.

- ¡No me lo explico...! — dice para sí en voz alta.

Se encamina gruñendo hacia la ducha y justo cuando cierra la puerta, un relámpago surca el cenit.

La luz eléctrica se ausenta del apartamento.

Dentro del baño, el muchacho se despoja de la última prenda íntima — la que le cubre el bajo vientre —, y entonces el zumbido del timbre de baterías solares inunda el entorno y piensa: "el de la puerta principal" — se acuerda del artilugio..

- ¡Demonios! ¡No puedo ni bañar...! – no termina la frase.

Al abrir la puerta Joshua tropieza con una viejecita.

El alto y espigado varón trastabilla hacia atrás con la intención de evitar caer de bruces sobre la mujer, y en un instante deduce que, para no desplomarse, debe usar sus largos y delgados dedos para aferrarse de la lámpara que del techo pende.

Ante las circunstancias, arroja la toalla que apenas y si estaba por colocarse para cubrirse la cintura.

- Discúlpeme joven — atina a decir la quebrantada voz de la mujer. En tanto, en sorpresivo movimiento, encuclilla su figura y con boca su desdentada se apodera del glande del muchacho y comienza a mamarlo a la primera tarascada.

Sin dejarle al azorado sujeto oportunidad para responder al ataque, la mujer vuelve a embestir.

Lo tiende sobre el piso del baño, ya inundado de agua. Esa misma que de la bañera derrama su líquido al rebasar el límite de contenido.

Sometido, Joshua se pone rígido. Endurece el cuerpo, creyendo que la acción le evitará disfrutar del extraño gozo prodigado por la rasposa lengua de aquella vieja.

- ¡Quítese de encima! — ordena con estentórea voz el mozalbete.

En vez de intimidarse, aquella tipa muerde con mayor fruición la cabeza del pene; y entonces, el apéndice acepta el sometimiento de un delicioso cosquilleo.

Joshua se da cuenta que el origen del prurito proviene del roce de su prepucio deslizado contra el paladar de la vieja; y claro, gracias a la prolongación de tres minutos de un trabajo que, la anciana prodigó a su víctima en una mecánica simple: meter y sacar la virilidad del hombrecillo en una garganta que plañía sonidos guturales.

El desdichado no aguanta más. Y en movimientos mecánicos, comienza a ondular su cadera; eleva su pubis hacia el techo, y aunque jamás logra llegar a tocarlo, siente satisfecha su venganza al ver que la aguileña nariz de la mujer, toca el nacimiento del ombligo del muchacho.

- Seguro se ahoga — piensa Joshua — No será capaz de meterse todo eso en la garganta.

El joven se equivoca. Sorprendido observa cómo la dama no sólo disfruta de aquel “juego”.

Aceptando el reto, comienza entonces a succionar las dos esferas contrahechas y recubiertas por la lustrosa y rosada piel de los testículos, y es entonces cuando por fin el hombre deja escapar el primer gemido de placer.

Ya nada le importa. Bloquea su mente para evitar dar respuestas a todas y cada una de las incógnitas que le asaltan sobre la procedencia de aquella extraña, y permite que sus manos alcancen las oquedades que la mujer le muestra sin recato.

De esta forma, el chico libera sus dedos. Les permite introducirse bajo la falda de la mujer; de hallar ocultos, bajo fino encaje, un par de labios hinchados, rebosantes de un líquido que palpita y está listo para impregnar cualquier ente fálico que hurgue los fondos de aquella vieja atrevida.

La mujer, en tanto, asegura la sujeción del erecto pene del muchacho con su lengua rosada y comienza a transmitir una explosión de lujuria cuando comienza a gemir y entonar guturalmente un raro cántico nórdico.

En ese lapso, las sorpresas apenas comienzan. Tarde, el muchacho se percata que la vieja ha cambiado de posición, y dirigen su cadera hacia la cara de Joshua.

Lo monta entonces.

A horcajadas coloca su bajo vientre sobre los labios del menor, para así convidarle de las punzantes chispas de agria dulzura que le sobrevienen antes que la mujer se electrice por su propio orgasmo. Ese que bien había planeado tener, entre las mejillas barbadas de aquel hombre.

Uno... dos movimientos más, y aquellas dos siluetas cobijadas por el vapor del agua caliente se observan retorcidos.

Inicia entonces un concierto de agónicos estertores de gozo, pujidos, gritos de alegría y carcajadas frenéticas, estridentes, lúbricas; casi al borde de la locura... de la demencia.

Al finalizar la apoteótica danza, Joshua se levanta. Tiende la mano a la mujer y besa aquellos labios sin aliento.

­ Te adoro! — esgrime Karen a su novio, mientras termina por sacar de su cabeza una horrible máscara de bruja,, mientras deja caer sobre sus hombros una brillante y larga cabellera platinada.

­ Y... ¡yo a ti! — responde aturdido el chico ante el hallazgo, mientras con los pies — sin que su mujer lo alcance a ver — tunde aquella máscara de Halloween con la cual su prometida sorprendió, y lo elevó a insospechadas alturas sensoriales para su imaginación.

“Qué extraña sensación” — piensa al fin — “Jamás creí que ella tuviera esos alcances sexuales”.

En ese instante, la electricidad fluye nuevamente por las bombillas eléctricas. El lugar se ilumina y el joven busca a su compañera... ¡ha desaparecido!

No bien comienza esta tarea, la ve frustrada al detenerse a responder una llamada telefónica:

— Joshua... ¿eres tú? — se deja escuchar por el auricular.

— ¡Quién más ha de ser? ¡Karen!... ¿Dónde estás? ¡Si hace un momen..? ... Muy bien, aquí te espero... da mis saludos a tus padres... no tardes... adiós.

El joven cuelga el auricular, y entonces a lo lejos escucha la frenética y desquiciante carcajada de una chillante, una burlona voz.

Joshua, sonríe. Limpia el semen que aún tiene sobre las ingles, y sin poder evitarlo, siente que algo lo vuelva a lubricar; algo lo invita a ir en busca de un recuerdo pasajero en el negro firmamento.

Ese que, desde la ventana de su penthouse en la colonia Condesa, se dibuja en el aire, en la silueta de una escoba que es montada a horcajadas por algo que pareciera ser una mujer.


Fin


Por: Joel Nava Polina
Derechos Reservados de Autor: 03-2003-092612582900-01
De la obra: El Asalto al inconscinte

Creación Libre para Compartir

Creación Libre para Compartir

Creación Libre para Compartir

El origen de la creación de este espacio, tiene como propósito compartir la producción literaria de un escritor que ha puesto a concurso textos que lograron menciones de honor por su calidad literaria, pero no por ello se justificó su edición ni comercialización.

Dicha "calificación" emana de los editores profesionales que emiten juicios sobre todo tipo de textos; no obstante, ya liberadas de ese escrutinio profesional, Joel Nava Polina decidió compartir el material a través de Internet.

El material aquí presentado, está íntegramente protegido por las leyes mexicanas sobre Derechos de Autor; y por tal razón, se pide al lector no imprimir ningún texto, salvo el pedido exprofeso que el interesado solicite.

Gracias.

México D.F.


Joel Nava Polina

La verdadera historia

La verdadera historia

LA VERDADERA HISTORIA©®
1988



Esta es una pequeña historia, que hará historia en los anales históricos de la historia de la humanidad.

Es tan histórica, que ni la misma historia se ha puesto de acuerdo, cuándo comenzó a hacerse historia en el mundo histórico de la historia.

El hombre, el niño y la mujer son historias del pasado y del presente. Con ellos, la historia se enriquece, ya sea por los acontecimientos que realicen en su corta vida, no rebasando los 80 o 90 años en general, o en la huella que dejarán en la historia de las historias que se han contado en el mundo histórico del género humano.

No se diga de la historia de los animales; ellos han hecho historia sin saber que la han hecho. Su historia es aún más complicada que la nuestra. Por esto, hacen de la historia del planeta tierra, un conglomerado de historias, las cuales tienen cada una su propia historia.

Como final – para no hacer más larga esta corta historia – diré que la historia aquí contada, sólo es una de tantas que forjan las bases de la historia de la verdadera historia; sena grandes o pequeñas.

Pero entonces: ¿para qué nos sirve la historia? Pues para contar historias de la historia, que ya han sido contadas y que perteneces tanto al pasado y presente de la historia.

¿El futuro?... Ya es otra historia, querido lector. Yo sólo trato de explicar los pormenores de la historia.



Fin


Por: Joel Nava Polina
Derechos Reservados de Autor: 03-2003-092612582900-01
De la obra: El Asalto al inconscinte

MEMORIAS DE UN DEPREDADOR DE MOMIAS

MEMORIAS DE UN DEPREDADOR DE MOMIAS

MEMORIAS DE UN DEPREDADOR DE MOMIAS©®
1990


¡Helo aquí!

¡Grande entre los grandes del ejército!

¡Grande entre los grandes del máximo círculo de guerreros!

¡Grande entre los grandes del..!

¿Qué, qué!

¡Que este! ¿No es?


Fin


Por: Joel Nava Polina
Derechos Reservados de Autor: 03-2003-092612573500-01
De la obra: Verdades Inconcebibles

Nunca más estaría sola

Nunca más estaría sola

Una historia de Amor y Plata


Había una vez una Luna que...
circundaba un planeta.

Estaba despoblado, pero...
lo llamaremos Tierra.

En el planeta había cerros y acantilados, planicies y...
extrañas formas que ondulaban con el viento y que Luna no sabía de qué estaban hechas porque...
ella misma no las tenía sobre su faz.

Luna estaba triste, pues nadie admiraba los hermosos rayos que reflejaba cuando un sol cercano a ella la bañaba de luces y.... durante el anochecer de la Tierra, enviaba hacia aquel planeta.

Durante miles de años meditó cómo había llegado a ese lugar y por qué se encontraba abandonada en esa inmensidad oscura y fría.
Estaba sola en el universo a pesar de que tenía cerca ese planeta.

Un día, sin embargo...
algo maravilloso sucedió mientras admiraba a su vecino.

Cuando ahí estaba por hacerse de día - y ella tenía que irse a dormir -, vio al pie de una montaña algo que asomaba y...
¡daba saltos!

Luna no distinguió lo que era.

Muy a su pesar aguardó intranquila 24 horas para volver a observar aquella extraña forma de: "¿... vida?... ¿por qué no?" - pensó mientras estaba por ocultarse en el horizonte de la Tierra.

Al dormir, soñó cómo evitar que su vecino girara sobre su propio eje...
y así dejarla ver con claridad aquella esquiva silueta.

Al despertar, Luna puso en marcha el procedimiento que le ayudaría a detener la rotación de aquel astro.
Sopló sobre su superficie, pero la esfera siguió girando.

Su plan había fracasado.
Su único logro fue levantar un remolino sobre el planeta...
aunque...

... también consiguió que algo o alguien generara un sonido:
¡Cof, Cof, Cof, Cof, Cof!

¡Luna Nunca había oído nada semejante!

Los únicos ruidos que ella conocía eran más bien del tipo que los meteoritos producían al impactarse sobre ella, y se oían como:
¡pum!
¡kataplum!

Para luego escuchar cómo ella misma producía en su mente otro ruido que se escuchaba así:
¡Ay!

Eso pensaba, cuando de pronto...
¡Pum!
¡Un meteorito muy grande... más que los que ella había visto, se estrelló sobre ella!

La pobre soltó de su garganta un: ¡Ay, ay, ay!
Y de pronto...escuchó otro nuevo sonido: ¡Perdone usted!

El meteoro se disculpó y Luna respondió sin darse cuenta que por su boca brotaban sonidos articulados:
"¡N... no... no se preocupe... ya estoy acostumbrada a este tipo de cosas..!"
Replicó adolorida, mientras el meteorito comenzaba a desmoronarse y se hacía polvo.

- ¡Adiooooooooooós!
Dijo el meteorito.
Su voz se apagaba y la frase se hacía laaaarga, pues el viento de Luna se llevaba el polvo de la piedra.

- ¡Qué afán la de estos pequeños planetas de estrellarse sobre mí!
Dijo Luna en voz alta... pero al escuchar lo que decía...
cerró su boca.

Nunca había pronunciado palabras - como nosotros las conocemos -, pero se daba cuenta que todo lo que había pensado durante años - en silencio- podía ponerle frases y sonidos.

¡Había hecho un gran descubrimiento!... pero...
¡Su tristeza aumentó!

Había pasado tanto tiempo meditando en el asunto de las palabras, que...
no se dio cuenta que el otro sonido, el que se produjo en su planeta vecino...
¡Ya no se escuchaba!

En ese lugar ya era de día, y tenía que volver a esperar otras 24 horas para encontrar en las montañas a la forma saltarina.

- ¡Y si ya no encuentro la silueta saltadora?
¿Y si ya no vuelvo a escuchar ese ruido en la superficie del planeta?
¿Y si...?

Así estuvo hilvanando una idea tras otra la pobre Luna hasta que...
se quedó profundamente dormida por unos instantes...
entonces...
¡Sucedió!

-¡Pst... pst... pst… pst...!
¡Despierta querida... te he estado buscando toda la noche!

Luna escuchó una vocecita que creyó provenía de sus sueños.
Abrió sus ojos y observó que en la Tierra aún era de día.

Asustada al principio, miró en todas direcciones para detectar qué o quién le hablaba desde la Tierra...
pero se maravilló al descubrir algo grande y blanco sobre las extrañas formas que ondulaban con el viento.

- ¡Esa eres tú! - dijo la vocecita que antes escuchara.

- ¿Qué... eres? - preguntó Luna mientras miraba hacia una roca de donde provenía la voz...
Preguntó Luna mientras miraba hacia una roca de donde provenía la voz...

- ¿Yo? ¡No sé... que sea... yo! - respondió una sombra que salió de un costado de la piedra.
Y dando saltos se dirigió hacia la orilla de una gran laguna de aguas quietas.

Al detenerse la sombra en la orilla del lago...
Luna pudo contemplar lo que conocemos como: ¡un conejo!

Era tan pequeñito que cabría en la mano de un niño.
Y blanco como la nieve.
Como la que tenía sobre sí la montaña que estaba por ahí cerca y echaba nubes de vapor.

El conejo acercó entonces su pequeña nariz rosa y triangular al agua de la laguna...
y hundió uno de sus bigotes en el frío líquido.

- ¡Me haces cosquillas...! - dijo riendo Luna - No sabía que pudieras tocarme - afirmó.

- Yo tampoco lo sabía... - aceptó el conejito.

Luna y Conejo Blanco se quedaron platicando un buen rato.
Habían descubierto que, a través del reflejo de la Luna en el agua del lago, podían estar más cerca y platicar.

- ¿Por qué no te había visto antes? - preguntó Luna a Conejo.

No sé, yo recién llegué, y me di cuenta que tú aparecías de noche.

Pero como a esas horas me vuelvo gris, era casi imposible que me distinguieras.

Un día, me acerqué a estas extrañas formas que rizan al viento.
Me di cuenta que estabas muy cerca de mí, pero estaba por amanecer y entonces ya estabas dormida.
Además, anoche vi que algo pegó en tu frente.
¡Me di cuenta que te dolía!
Me preocupé mucho y... ¡por eso decidí llamarte!
Ahora ya no estoy solo, y puedo estar contigo y...
¡Tú conmigo! - dijo contento el conejo.

- ¡Es verdad! - aceptó Luna con alegría - y entonces dijo: Y ¡todos los días podemos vernos a cualquier hora!

Como nuevos amigos, Luna y Conejo Blanco se veían a través del reflejo de ella sobre el agua del lago.
Así pasaron incontables años... hasta que... en la Tierra aparecieron muchos otros animales.
Conejo Blanco ya no estaba solo.

Un día, sin embargo, apareció también el hombre.
Y con él... ¡llevaba su hambre!
El conejito se dio cuenta que comía carne, y para saciarla, cazaba a sus hermanos conejos.

Una noche, cuando Conejo Blanco platicaba a Luna lo que sucedía...
llegó el hombre y...
¡Quiso atacarlo!

Luna lo reprendió...
Y cuando vio que el hombre había aprendido su lección...
le prometió darle riquezas a cambio de que dejara en paz a los conejos.

El hombre aceptó.
Luna sopló una vez más, como había hecho años atrás sobre la superficie del planeta...
y entonces los rayos que Luna reflejaba hacia las montañas se metieron dentro de ellas...
y... se convirtieron en plata...
Ahí quedó encerrada...

Desde entonces...
el hombre la saca desde las profundidades de la tierra y las montañas.

Agradecido por ese gran gesto de amistad...
el conejito inmediatamente se enamoró de la Luna.

Entonces le dijo:

- Has salvado mi vida, y quiero recompensarte.

-¿Qué podrías hacer por mí, amigo mío? - preguntó ruborizada y con humildad.

-Sanar las heridas que los meteoritos producen cuando caen sobre ti.
Además, yo quiero estar contigo para siempre.
Tú sigues allá arriba sola y yo aquí estoy acompañado por mis hermanos.

Conejo advirtió que Luna se daba cuenta de que él tendría que sacrificar su vida para estar con ella y...
sin avisarle, ¡dio un salto al agua del lago!

Se sumergió, e inmediatamente llegó a la superficie de la luna.

Ya estando ahí, rápidamente comenzó a curar las heridas de su amiga.

El hombre, que había escuchado todo, prometió a ambos escribir esta historia que explica:

Por qué los humanos ven sobre la Luna a un conejo, y...
porqué la plata que hay en las montañas...
debe considerarse como un metal que tiene la cualidad de ser una riqueza creada por el amor y la amistad entre la Luna y un Conejo que se enamoró de ella.

Desde entonces, sana las heridas que los meteoritos le hacen...
y además de eso, hace algo muy importante:
Acompaña a Luna.

Así... ¡nunca más estaría sola!


FIN


Por: Joel Nava Polina
Copy Right 2004
Derechos de Autor
03-2004-081713200300-01
De la obra: Tierra Encerrada

Tierra Encerrada

Tierra Encerrada

Dicen que mi piel, es casi del mismo color a la corteza del árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque.

Yo no sabía a qué se referían con eso. Porque a pesar de que vivo en el campo, a un lado de la montaña Magnolia, nunca había entrado en la espesura para conocer ese árbol.

Vivo con mis papás, en un pueblito en el Estado de México.

Eso sí sé, porque en la escuela donde voy, mi maestro me ha enseñado que cuando escriba una carta, o llene una hoja de mi cuaderno para dictarnos algo, ponga en la parte superior la fecha de ese día.

Entonces, por ejemplo, tengo qué escribir: “Naucalpan, Estado de México, a 23 de junio de 2004”.

Sé escribir porque ya cumplí 9 años, y ni así, mis papás me dejan ir al bosque.

Dicen que es peligroso. Pero más miedo me da escuchar el ruido de los carros que pasan por la carretera que está muy próxima, y que une a Toluca, la capital de este estado, con la Ciudad de México.

Ese lugar está muy cerca de mi casa, pero no imaginaba cómo era.

Un día, sin embargo, antes de conocerla en persona, descubrí que por las noches la gente de allá se alumbra con focos.

En mi casa no hay luz. Y no es porque no queramos tenerla, porque hay postes cerca que la llevan dentro de cables, como una vez me explicó mi papá.

Él dice que es bueno no tener focos encendidos, porque así los animales que hay en el bosque y viven en sus árboles pueden dormir bien.

Yo estoy de acuerdo con eso, pero no comprendía porque la luz de la ciudad siempre estaba prendida toda la noche. Es que, ¿no hay animales ahí?

La primera vez que vi las luces de esa ciudad, fue un día en que mi “mami” me pidió cerrar la puerta del corral de las gallinas.
¡Ay, mi mamá!

¡Se le había olvidado atrancarla!

Y creyendo que yo ya podía encargarme de esa tarea, me mandó, sin darse cuenta que, era la primera vez que me dejaba estar solo cerca de la casa; ¡en plena oscuridad!

Mi papá, que escuchaba todo, descubrió que me daba un poco de miedo ir.

Esa noche no había luna. Así es que Ciro (así se llama mi papá; pero le dicen “Don Ciro”, porque es un hombre alto y serio, pero muy bueno), me dio su lámpara de pilas que usa cuando sale de casa por la noche.

Al ver que me acercaba a la puerta, él se levantó del sillón y fue hasta mí.

Me dio una palmada en el hombro y me enseñó a usar el tubo de luz.

Afuera estaba muy oscuro. No había luna, como les dije antes, pero mi papá esperó a que yo aprendiera a manejar el aparato.

- Dirige la luz hacia el piso, para que veas con qué puedes tropezar en el camino – me advirtió, y luego me dio más instrucciones.

Mientras me explicaba esto, yo miraba los ojos de papá; su nariz, su frente, su boca y el color de su piel.

Su piel es morena, pero no tanto como la mía, y entonces pensé ¿qué tan oscura podía ser?

¿Tan negra como la noche? ¡No!

¿Tan oscura como la cueva del río? ¡Tampoco!

En casa no había espejos. Y el reflejo de mi cara sólo la podía ver en uno que es de agua de lluvia; el que se forma en una pileta que hay en el patio.

Ahí puedo verme mi cara. Pero... también el cielo.

Otras veces miro las nubes, o las estrellas; y cuando hay mucho aire, ondas de agua que hacen que mi rostro se vea chueco.

La cosa es que nunca lograba ver bien el color de mi cara.
Lo que sí puedo ver fácilmente, es la piel de mis brazos.

Es morena; morena oscura. Y la de papá, pues... es más clara.

Hasta ese momento me fijé bien. Pero creo que era el momento menos adecuado para hacerlo.

Mi “papito” me estaba diciendo cosas importantes y yo no le prestaba atención.

Se me olvidó que yo estaba a punto de salir.

Una aventura me esperaba.

¡No sé cómo se me ocurrió estar mirando a mi papá a la luz de las velas que mamá enciende cuando oscurece dentro de casa!

Así estuve observando a papá, y cuando se dio cuenta que no le estaba poniendo atención, me ordenó:

- ¡Sal! ¡Y no te tardes! Ya sabes cómo usar la lámpara.

Yo me asusté, porque estas órdenes las oí como si vinieran desde muy lejos.

Esto me ocurre cuando no pongo atención a lo que me están diciendo. Y siempre pasa que olvido cosas importantes que me advirtieron.

- ¡Ay, ay, ay! ¡Otra vez estás en la luna, Damián! – dijo mi mamita.

Yo nunca había estado en la luna. Pero enseguida me explicó que eso significa que me quedo pensando cosas más importantes para mí, que lo que mis papás, mi maestro o gente grande me están diciendo.

En fin, creo que eso les pasa a todos los niños que tienen aventuras.

La cosa es que obedecí a Don Ciro.

Salí de la casa, y la puerta se cerró detrás de mí.

Encendí la linterna y entonces caminé muy despacio sobre el piso de tierra mojada por la lluvia.

En estos tiempos de Primavera, cae mucha agua aquí.

Es un lugar alto que está en medio de las montañas, y por eso también bajan muchos arroyos que mojan la tierra cercana a donde vivo.

Y bueno, les cuento que ya había encendido la lámpara.

Apunté su luz hacia el piso, como mi papá me advirtió, pero enseguida se me ocurrió levantarla para ver que había a mí alrededor.

Esto lo hice, porque vi cosas muy extrañas que no había visto antes en los alrededores de la casa, cuando están sin luz.

Descubrí que los objetos que conozco muy bien, como la cerca, o el pozo, se veían muy feos si no estaban alumbrados.

Nadie sabe cómo se pueden ver las cosas si les quitas la luz.

Unas pueden verse horrible; y otras, parecieran no tener la forma como uno las conoce.

Mejor se los explico:

El corral, sin luz se veía enorme. ¡Grande, grande, grande! Y oscuro. ¡Muy oscuro! A pesar de que es pequeño y con la luz del día se puede ver todo su interior porque es de malla metálica.

Conozco muy bien mi casa y sus alrededores. El patio, la pileta, el solar, el pozo, el granero, el corral de gallinas y los terrenos donde encerramos al ganado. Pero nunca ¡nunca, nunca, nunca!, había visto que la noche hiciera que todo se mirara distinto.

Y tan distintas eran las gallinas que alumbré, como sus ojos, ¡llenos de reflejos rojos!

No sabía que de noche se les viera de ese color. Lo descubrí cuando una de ellas abrió uno solo. Me observaba fijamente de arriba para abajo.

Me dio miedo, pero enseguida reconocí que era “Clota”. La más vieja de las gallinas.

Me reí solo.

Nadie me escuchaba, ¡claro!, y para darme valor comencé a silbar.

¡Nunca lo hubiera hecho!

Enseguida sentí que algo se acercaba corriendo hacia mí.
El piso retumbó bajo mis pies, y me “hice chiquito, chiquito”, como se dice.

Cerré los ojos, y entonces di un salto como de conejo.

“Caricia” había llegado hasta mí.

Ella, es la enorme perra ovejera que tenemos en casa.

Es fea como un espanto. Y como ella lo sabe, siempre se acerca a nosotros para que la acariciemos. Así, ella no se siente tan mal. ¡Pobre! Por eso le llamamos “Caricia”, al menos tiene bonito nombre.

Y bueno, la cosa es que la perra llegó y puso sus patas en mis hombros. Por eso caí junto con ella al piso al resbalar mis pies en el suelo mojado.

¡Comenzó a lamerme la cara!

La acaricié un poco, y entonces ladró muy fuerte. ¡Eso despertó al resto de las gallinas!

Se pusieron a cacarear muy asustadas y yo me puse más nervioso.

Entonces, dirigí la luz de la linterna para mirar hacia la puerta del corral.

Descubrí que las gallinas estaban a punto de salirse.

Me levanté del piso, y corrí hasta la puerta para cerrarla.

¡Llegué tarde!

El gallo se había salido del corral.

Saltó para escapar al techo de la cabañita de madera.

Al darme cuenta que no podía dejarlo ahí, porque podía comerse las plantas de mi mamá, decidí trepar por las tablas de una pared del corral, para, estando arriba, ¡atraparlo!

Para subir, puse un pie sobre una tabla, y el otro, lo coloqué en otro madero más alto, pero en eso, ¡me acordé que no había cerrado la puerta!

Regresé rápidamente para atrancarla.

Le di un empujón que creí bastaría para cerrarla y cuando advertí que todas las gallinas estaban dentro de su corral, subí al techo y agarré a Kike, nuestro gallo rojo.

Ni se dio cuenta quien lo atrapó; en la oscuridad estas aves no ven bien.

Entonces... ¡sucedió algo terrible!

Cuando estaba a punto de bajar del tejado, la lámpara se me cayó al piso de tierra, y... ¡ me quedé a oscuras!

Me asusté mucho, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la poca luz que había, me di cuanta que a lo lejos, en el cielo, se veía un destello de luz anaranjada.

El resplandor se veía por donde sale el sol.

Era ¡grande, grande! Y parecía que palpitaba. Pero estaba lejos, muy lejos.

Como cuando alguien de por aquí hace una fogata en la noche, y desde una gran distancia puede ver uno el resplandor de las llamas anaranjadas.

Esa imagen hizo que me quedara quieto.

Me quedé ahí, mirando y escuchando.

Imaginé... muchas... muchas cosas.

Cosas como: ¡Que ese reflejo debía tener vida! ¡Que debía estar muy caliente! ¡Que el sol decidió hacer que amaneciera antes que la noche terminara!

Pensé muchas cosas.

- ¡Baja ya de ahí, Damián! – gritó Don Ciro.

¡Ese sí era Don Ciro! Serio, con un tono grabe en su voz.

Estaba enojado, pero no más que yo, porque cuando me gritó, hizo que soltara a Kike.

- ¡P´a! ¡Espantaste al gallo! – grité.

- ¡¿Y por qué se te escapó¡? ¡Explícame qué haces allá arriba mientras las gallinas andan sueltas?

- ¡Ay, no! ¡Cerré mal la puerta! ¡Voy a tener que ir por ellas!

- ¡Yo te ayudo! Pero baja inmediatamente de ahí – me ordenó.

Luego de ayudarme a bajar, hice lo mismo que mi papá: ¡Correr tras las aves para agarrarlas y meterlas al corral!

La luz de una gran lámpara de metal que llevaba papá nos ayudó a encontrarlas velozmente.

¿De dónde había salido esa luz?

No lo adivinaba; entonces, le pregunté a mi papá.

- Esa luz – me explicó – es de un reflector de emergencia que tengo a la mano.

Está conectado a la corriente eléctrica del poste.

- ¿Es para emergencias como esta?, ¿cuando las gallinas se escapan? – le pregunté.

Mi papá rió mucho con la pregunta que hice.

Don Ciro se fue, y apareció nuevamente Ciro, mi buen papá.

- En realidad no es una emergencia lo que acaba de ocurrir, pero tu mamá me pidió que viniera por ti.

Te tardabas mucho en volver.

Luego, escuchó que “Caricia” ladraba, que las gallinas hacían mucho ruido, y luego oyó que algo caía al piso.

No culpes a tu mamá por sentirse preocupada.

- No la culpo. Gracias, “p´a”. Sin tu ayuda, y sin la luz hubiera sido más difícil encontrar a las gallinas.

- ¿Y qué hacías allá arriba?

- Subí por Kike, pero me quedé mirando el cielo.

¿Ves por allá, a lo lejos? Se ve anaranjado, como si fuera el amanecer.

- ¡No veo nada! – respondió.

Y tenía razón. La luz había desaparecido. Era todo un misterio para mí.

Me quedé callado.

Ayudé a mi papá a atrapar a Kike, y cuando terminamos apagó la luz del reflector que llevaba porque estaba muy caliente y se estaba quemando las manos.

- ¡Ahí está la luz, p´a! ¡Ahí está! – le grité.

Entonces, “papi” volvió a encender el reflector, y en ese momento el color naranja desapareció.

Quedé sorprendido.

Pensé un poco lo que había pasado y luego dije:

- Oye, “p´a”... ya sé qué pasa.

Cuando prendes el reflector, la luz naranja desaparece – le advertí.

Mi papá puso cara de que ya entendía lo que le estaba diciendo yo, y me explicó:

- Cuando apago el faro podemos ver la luz del fondo en el cielo, porque así dejo que todo esté oscuro.

Pero cuando la enciendo, nuestros ojos no nos dejan ver mas que la del reflector, y la luz anaranjada se apaga, aunque siga ahí, donde la vemos.

No te preocupes – terminó su explicación dándome una palmadita en un hombro; pero, como me quedé con una duda, enseguida se la hice saber:

- ¿Puedo preguntarte algo “p´a”? – y con su cabeza me dijo sí.

- ¿De dónde viene esa luz?

- De la ciudad de México.

- ¿Y por qué hay luces de noche ahí?
- Porque la gente necesita ver.

- ¡Y los árboles, y los animales que ahí viven!

¿No hay bosques en la ciudad? – le urgí finalmente a que me respondiera porque, mientras esperaba, algo muy feo sentía en mi corazón.

Mi “papito” no respondía. Se quedó callado unos minutos.

Me di cuenta que no quería responderme, y cuando pensé en insistir, me explicó con una voz muy triste:

- No, hijo... no hay bosques como aquí. Lo siento.

- ¡Entonces yo no te acompaño!– dije enojado mientras agarraba del piso la lámpara que me había prestado.

Corrí hacia la casa y dejé que papá llegara solo hasta la puerta, que por supuesto, ¡le cerré!

¡No podía creer que me estuviera engañando!

Yo había aceptado ir con él a la ciudad... ¡siempre y cuando hubiera bosques!

Además... ¡ese sería mi primer viaje! ¡Qué viaje podía tener así!

¡Ay! ¡Me sentía muy mal!

Eso recordaba, estando parado frente a la puerta desde el interior de la casa, cuando entonces escuché cerca las pisadas de mi papá.

Estaba del otro lado, fuera de la cabaña.

Corrí entonces hacia mi recámara y me tapé con las cobijas de la cama.

¿Y mi mamá?

No hizo nada para evitarlo.

Me vio correr frente a ella, y, supongo, puso cara de tristeza porque no le di las buenas noches, ni tampoco cené la rica comida que nos preparó para la merienda .

Desde lejos, pues, escuché que María - así se llama mi mamá -, le preguntaba a Don Ciro por qué yo estaba enojado.

En voz quedita escuché que papá explicaba lo siguiente, luego de haber atravesado la puerta para entrar a la casa:

- Le he dicho la verdad... Mary.

- ¡Ay, pobrecito...! – se compadeció mamá; pero enseguida le advirtió a papá:

Tienes que hablar con él... para que comprenda, y por favor... ¡no vuelvas a mentirle! – suplicó.

Después de escuchar esa conversación en voz baja, se hizo un gran silencio.

Mis papás callaron, pero alcanzaba a escuchar sus pisadas que se dirigían hacia la cocina; o bien, hacia su recámara.

Me quedé pensando qué estarían haciendo; pero mientras lo hacía, alguien llegó sorpresivamente hasta mi cama.

- Tienes que comprender... - escuché una voz que no identificaba porque mi cabeza y oídos estaban cubiertos con la almohada y las cobijas.

La voz la oía hueca y blanda. Sin forma, si así puedo explicarlo.

Entonces, quien llegó hasta mi cama se sentó junto a mí. A un costado, y luego, se quedó quieto, muy quieto.

En la oscuridad, y sin poder oír bien, adiviné que era Mary quien estaba junto a mí.

El peso de su cuerpo es muy liviano, no como el de Don Ciro, que es distinto cuando se sienta sobre mi cama.

Esto lo sé, porque cuando él se asienta en el colchón, se hunde, y mi cuerpo resbala hacia el hueco que forma su cuerpo; así, termino hundido junto con él. Es chistoso, eso, porque no puedo evitarlo.

- Tu papá no sabe como disculparse por no decirte antes la verdad... sobre la ciudad, hijo.

Hace mucho tiempo que espera llevarte ahí; pero también tenía miedo explicarte que ya no hay bosques en ese lugar... como antes.
- Supongo que mañana te dirá qué pasa.

Ahora duerme, porque tienes que levantarte muy temprano para acompañarlo.

¡No puedes rehusarte!

Sabes que es una tradición familiar muy importante ir acompañado por primera vez a la ciudad – me explicó en voz baja y enseguida se fue.

Recordé entonces “ésa” tradición familiar:

Mi abuelito fue quien acompañó a papá a la ciudad por primera vez; porque el papá de mi abuelito también lo había llevado; hacía ya mucho tiempo antes.

Además sabía que mi papá me revelaría un secreto; “ésa” era otra parte de la tradición.

Al recordar eso, decidí no enojarme. ¡Acompañaría a mi papá!

Entonces, me acomodé de cucharita sobre la cama, y me dormí.

Soñé entonces.

Yo sueño mucho, y sueño cosas muy divertidas; pero esa noche tuve uno muy extraño.

Primero, vi a papá salir por una puerta de madera, y cuando llegaba hasta a mi, aparecía el árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque - a pesar de que no lo conozco -, y entonces ¡me decía esto!:

- La tierra que llevarás es mía, es “Tierra Encerrada”. Tierra mágica que guardo bajo mis raíces.

Tú descubrirás cómo ocuparla. Pero acompaña a tu papá al viaje.

Haz caso a lo que él te diga – me pidió con suavidad.

Entonces, en el sueño apareció de pronto mi abuelito.

Estaba sentado en el piso.

Arrojaba... ¿piedras?... hacia el interior de la cueva del río, a un lado del árbol más viejo del bosque, y de donde mi “p´a”, con una pala, sacaba tierra con una pala, para luego formar un promontorio.
Cuando “abue” me descubrió, levantó su mano para saludarme, al igual que mi papá, pero como yo estaba muy lejos y la caída de agua de la cascada donde lava la ropa mi mamá hacía mucho ruido, no escuché lo que me decían.

Yo les pedía que hablaran más fuerte pero tampoco me escuchaban.

Así estuvimos un tiempo, gritándonos, hasta que de pronto mi mamá fue a la recámara a despertarme.

Lo primero que hizo al verme, fue soltar una risita.

Yo no entendía nada. Pero al ir despertando, me di cuanta por qué estaba sonriente.

La posición de mi cuerpo sobre la cama, estaba completamente puesta al revés.

Donde van los pies estaba mi cabeza. Y sobre la almohada estaban descansando mis pies.

¡Qué noche!

No tuve mucho tiempo para pensar en lo que había soñado.

Mamá ya estaba llenando la tina de madera con agua caliente que hay en la recámara; quería que me bañara.

Yo siempre me baño rápido, pero con ayuda de “mami”, esa vez fui dos veces más veloz.

La casa estaba a oscuras todavía. Eran las 3 de la mañana del sábado 26 de junio del 2004, y el sol, aún no alumbraba el cielo.

- ¡Apúrate en vestirte!

Tu papá ya sacó la carreta y puso las bridas a la yegua.

- ¡Se llama: Mar-ga-rita, m´a! – le recordé, pero puso esa misma cara que siempre pone porque le disgusta que a los animales de la granja les ponga nombres de personas.

- ¡Como sea! ¡Apúrate! ¡Y cúbrete bien! ¡Está lloviznando y hace mucho frío!

Tu papá ya no va a entrar. Ya me despedí de él. Así es que, ¡por favor!, llévale tú su morral.

¡Ah! ¡Y no olvides el tuyo!

Hay comida, hilo cáñamo y la aguja de canevá – terminó de hablar y me dio un beso en la frente.

Esas palabras las escuché, como dice mi mamá, cuando ando en la luna.

Y de plano andaba ahí, jugando con su conejo, porque de repente vi a mi papá que me miraba fijamente y con la boca cerrada.

Eso me angustió y cerré los ojos, pero al parpadear pasó algo raro, vi a Don Ciro entrando por la puerta de madera negra.

Eso me asustó.

Abrí los ojos y entonces descubrí que “papito” estaba bajo la lluvia, sentado en el sillón de la carreta.

El agua le escurría por el sombrero y la manga de hule amarilla que siempre usa y lo cubre desde los hombros hasta los pies.

Mi mamita había desaparecido, y yo me encontraba muy cómodo bajo el pórtico, sin que el agua me tocara.

Luego entonces, di un brinco.

¡Casi toco el techo del susto cuando mi papá me llamó!

- ¡Damían! ¡Damían! – gritó con todas sus fuerzas -. ¡Súbete, a la carreta! – ordenó.

Esto lo dijo, cuando ya había echado a andar a Margarita.

La yegua, mi papá y la carreta se alejaban rápidamente de la casa.

Entonces salí corriendo detrás de ellos para no perderlos en la oscuridad de la madrugada.

Ni tiempo me dio para pensar por qué volvía esa imagen de mi sueño donde papá entraba por una puerta.

Tuve que caminar lo más rápido que pude tras el carretón, mientras me iba guiando con las huellas en el lodo que dejaban las ruedas sobre el camino.

Y a pesar de que la lluvia no me permitía ver bien los objetos en la oscuridad, en unos instantes adiviné que estaba muy cerca de la parte trasera de la caja.

Apuré el paso, me preparé... y ¡di un salto!

Caí sobre los costales de tierra que mi papá vende cada sábado en la ciudad.

- ¡Ay, Damián! Acabas de romper un costal – se quejó Don Ciro cuando sintió mi peso sobre el carro.

Reí sin que me escuchara, porque me acordé cuando yo me hundo al sentarse él en mi colchón.

Y, bueno, a todo esto... tenía razón mi “p´a”.

Al caer sobre los bultos hice un agujero en uno de ellos.

La rodilla de mi pierna derecha estaba hundida en la tierra, pero no era lodosa, porque esa tierra es a la que llamamos “Tierra de Hoja”.

A la que llamamos “Tierra Negra”, tampoco hace lodo; es distinta, pues cuando se mezcla con el agua... como que se aplasta y se queda así, aplanada.

La cosa es que el costal de “Tierra de Hoja” amortiguó mi caída, y por eso no me di cuenta cuando el costal se rasgó.

Sólo mi papá, que tiene muy buen oído, supo que se había roto la tela.

- Tienes que aprender a diferenciar los sonidos... ¡cuando hay otros que son más fuertes! – me dijo gritando mientras un relámpago surcaba el cielo que iluminó el camino, y que inmediatamente rompió en un ruidoso trueno.

El rayo puso nerviosa a Margarita. Relinchó pero mi papá la controló:

- ¡So, Marga! ¡So! ¡No pasa nada! Esta es la última vez que vas a la ciudad – explicó a la yegua como si entendiera español.

- ¿Por qué ya no la vas a llevar más a la ciudad? – pregunté a mi “apá”, mientras sacaba la aguja de canevá y el hilo de mi morral, para enseguida ponerme a remendar el agujero del costal.

- Llegando sabrás por qué ya no la llevaré.

- ¿Estás jugando a los misterios? – le pregunté.

No, Damián. Ya no juego a eso.

Mejor digo la verdad, porque si la oculto... puede que la gente se enoje conmigo – respondió guiñándome un ojo y a la vez sonreía.

Me di cuenta que eso lo había dicho por mí. Por el asunto de los bosques de la ciudad.

Yo también me alegré, y cuando terminé de remendar el costal, la lluvia dejó de caer.

Aún seguía oscuro, pero de pronto descubrí que en el cielo estaba el resplandor de luz anaranjada.

- ¡La luz, “p ´a”... ahí está otra vez la luz!

- ¡Cuando crucemos esa colina verás lo grande que es el resplandor, hijo! – me garantizó con entusiasmo.

Nuevamente tenía razón mi papá.

Al llegar a lo más alto del camino, la colina desapareció, y desde arriba ¡miré las luces de la ciudad!

No era una, como creía, ¡eran muchas!

¡Todas palpitaban!

Eran tantas, que no podía contarlas.

- Ahí llevarás la “Tierra Encerrada”. Tierra mágica... – me explicó mi “papi” mientras hacía una pausa para continuar, pero al darse cuenta que me quedé serio, sin hablar, esperó a que yo dijera algo.

Luego de tomar valor, intenté explicarle:

- Oye, “p´a”… eso que dices... yo lo soñé hoy – le dije en voz quedita.

- ¡¿Es posible?! – comentó.

Giró su cabeza y se me quedó mirando fijamente mientras se quitaba el sombrero con funda de plástico.

- Pero... – y dudó - en el sueño ¡quién te dijo lo de la “Tierra Encerrada”? – con urgencia me apuró a responder.

- El árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque – le expliqué en voz bajita.

- ¡So, “Marga”! ¡Soo...! – ordenó a la yegua.

Jaló las riendas y la jaca frenó su andar.

Me asusté mucho con la reacción de mi “papi“.

- ¿Cómo fue posible eso, hijo? - me volvió a preguntar asustado

Tú... tú ya sabes que es “Tierra Encerrada”, pero eso que me dices... que soñaste, es...

- Eso... eso soñé... “p´a”... no me regañas, ¡“porfa”!

- No lo estoy haciendo. Creo que no me expliqué bien.

No estoy enojado hijo, me asombra lo que me cuentas.

Esto... hace que el secreto que te iba a contar... ¡ya no sirva!

- Entonces ¿ya lo eché a perder?

¡Pero qué tonto soy!

- ¡No, espera! ¡Tampoco es eso! – me tranquilizó, y enseguida explicó algo genial:

Los niños de ahora son muy listos... yo no entiendo eso de los sueños; pero si soñaste que el árbol más viejo del bosque te habló sobre la “Tierra Encerrada”, es que... tú, Damián, tienes una misión muy importante qué hacer hoy en la ciudad.

- ... qué tan importante puede ser, que yo...

- ... más de lo que imaginas, hijo...

Lo que me has dicho es muy importante.

Desde hace muchos años, en la familia, esperábamos a que alguien soñara que el gran árbol le dijera que iba a llevar la “Tierra Encerrada” a la ciudad.

Si el árbol te habló en tus sueños, entonces también debiste ver a alguien de la familia en el sueño.

- ¿Cómo lo sabes? ¡Si no te lo he contado todo!

- Damián... eso es un secreto que nuestra familia guarda como un tesoro desde hace muchos años.

Antes que yo naciera, y que mi papá naciera, y el papá de él naciera, y así, por muchos años más los papás de toda nuestra familia nacieran, se conocía; y ellos contaban una historia a sus hijos, como ahora me toca contar a mí, porque yo soy tu papá – dijo orgulloso.

Esta vez, puse toda mi atención, no me fui a la luna. Me quedé en la tierra para escuchar lo que papá me contó:

- La historia, es acerca de un niño que por primera vez visita la ciudades, para... ¡nadie tiene muy claro para qué lleva la tierra! – reconoció, y luego aseguró -: Pero sabemos que hará mucho bien a sus pobladores.

- ¡Pero si yo jamás he visto una!

- Pues delante de ti está la más grande en todo el mundo.

Permite que termine de contarte la historia:

Mi papá, y su papá, y el papá de su papá, hicieron lo que hoy estoy haciendo contigo, hijo: contar cómo alguien de la familia, al ir a una ciudad, soñaría lo que tú has soñado, para... pues, eso nadie lo sabe, como te digo.

- Pero, ¿cómo voy a saber algo que no conozco “p´a”?

- Eso no lo puedo responder, porque nadie en la familia, antes que tú, había soñado lo que soñaste.

- ¡Entonces...?

- Entonces, ya no tengo nada más que explicar.

De ese tema, nada.
Nada, hijo.

Esa también es parte de la historia.

Es raro esto... pero así va la tradición.

Solo, tú vas a encontrar lo que debas hacer.

Ya luego podrás contar a quien quieras lo que pasó – terminó de explicar alegremente, y luego de darme una palmadita en el hombro mi papito ordenó a Margarita a seguir cabalgando.

De esta forma, ni mi papá, ni yo, dijimos nada más durante un buen rato; pues además, yo no tenía nada más que preguntar, a pesar de que al llegar al camino asfaltado de una gran carretera, tenía muchas cosas qué preguntar; viéndome sorprendió por todos los carros y camiones que circulaban rumbo al Distrito Federal y que pasaban muy cerca de nosotros.

Luego, al bajar la carreta por ese camino, entroncamos con otra calle más grande.

Ahí, puse mucha atención en las casas y los edificios, y lo que los edificios tenían en lo alto.

Leía con atención muchas frases escritas en paredes y grandes cartelones que los iluminaban tubos de luz blanca.

- Ésos, son anuncios, hijo. ¡Todo se anuncia aquí en la ciudad!

Los postes ya los conoces, pero estos que hay aquí, tienen focos en lo más alto para iluminar la calle – explicó señalando una hilera de palos de metal pintados de verde, cuando apenas si estábamos bajando a la mitad de la sima del camino.

Tan sorprendido estaba yo, repito, que no me había dado cuenta que todo estaba lleno de focos.

La mayoría resplandecía luz de color naranja, como el fuego; pero también había luces azules, rojas y unos tubos largos que desprendían luz blanca; otros, azulada; o morada con verde.

Miraba todo aquello con la boca abierta, pero mi alegría se fue al descubrir que no se veía ningún árbol.

- ¿Quitaron árboles para poner postes, “p´a”?

¿Son mejores los postes que los árboles?

¿Por qué no hay árboles?

¡No hay plantas!

Y ¿el pasto? – pregunté una y otra vez, pero mi “p´a “ no decía nada.

Entonces, me di cuenta que había algo mucho peor que ver sólo postes: ¡no había tierra por ningún lado!

Y la poca que se podía ver, ¡era polvorienta!, ¡sucia!

Se le veía arremolinada en huecos cuadrados que había en el piso; metida en en lo que, me dijo mi “papito”, eran banquetas hechas de concreto donde la gente camina; porque por las calles sólo pueden andar carros.

En esos huecos cuadrados había polvo y basura, pero también se veían troncos chuecos y retorcidos de plantas y arbustos muertos.

- ¿Eso son las jardineras de las que me habías hablado, “p´a”?

¿Por qué las llaman jardineras? ¡Si no tiene nada que pueda haber en un jardín!

¡Ni siquiera ese polvo amarillo es tierra!

¡Ay, “p´a”! ¡Esto no me gusta! – le dije enojado.

Don Ciro estaba callado. Aunque, de poder hablar, sé que no me iba a responder absolutamente nada sobre “éso”.

Ya me lo había dicho antes: “De ese tema, nada”.

Cerré mi boca y durante el recorrido me puse a contar ¡toooodos los huecos que, llaman jardineras!

Eran muchos y todos igual de feos.

Ya me estaba cansando de ver que casi todas tuvieran polvo y basura.

Y entonces, cuando estaba a punto de quejarme otra vez con mi “apá”, descubrí que sobre la calle por donde íbamos - una muy estrecha, comparada a la gran avenida por donde antes veníamos -, se veía un gran árbol. De esos a los que llamamos Jacaranda.

Estaba lleno de flores. De trompetas. ¡De trompetitas lila!

Cuando mi papá se dio cuenta de mi emoción, detuvo la carreta poco antes de llegar a las ramas bajas del árbol.

Dio un brinco hacia el piso, se hincó, y recogió un puñado de flores lila mezcladas con pintas rojas.

Esas pintas, eran nada menos que “espaditas”, como yo llamo a las flores que da en racimo el árbol de Colorín, por lo que entonces me puse como loco a buscar uno.

Y ¿saben?, ¡rápidamente lo encontré!

Tan grande era, que no me había dado cuenta que estaba a un costado de la Jacaranda.

Mi papá volvió a donde estaba yo, y dejó caer sobre mi sombrero el puñado de flores.

Después de eso, en vez de quedarse conmigo, se alejó.

¡Me dejó solo!

Lo vi atravesar por una puerta negra hecha de madera de una casa enorme y blanca.

¡Ni adiós me dijo!

- ¿Qué papá tengo? – pensé -. ¿Así serán los papás de mis amigos? ¿Los dejarán solos en una carreta? ¿En una ciudad que no conocen? ¿En plena oscuridad?

- ¡Es hora de que nos entregues! – escuché una voz que no era la de mi papá y que se dirigía hacia mí.

Volteé mi cabeza hacia todos lados, pero no vi a nadie.

- ¡No lo vuelvo a repetir...! – escuché de pronto la misma voz, pero esta vez tenía un tono de advertencia - eso de “advertencia”, es algo así como un aviso de que, si uno no hace lo que te están pidiendo con amabilidad, la próxima vez que te lo soliciten - por no obedecer - te lo repetirán gritando y de mala manera.

A esas alturas, yo ya estaba asustado porque no reconocía de quién era la voz, pero decidí no hacer caso a la advertencia.
¡¿Qué otra cosa podía hacer?!

Mi “papito” no estaba cerca, y yo sólo hice lo que me han dicho siempre mis mayores: “No hagas caso de gente que no conozcas...”.

Por eso me quedé en el interior de la carreta.

Es más, me acurruqué en una esquina, y luego me tapé con los costales vacíos.

Aunque no fue la mejor idea.

Más bien, ¡fue un error! Pues al envolverme con esas cubiertas, un chorro de agua cayó sobre mi cabeza.

¡Me mojó todito!

No me había dado cuenta que los costales estaban en un charco de agua que se había formado en el piso del la caja.

- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! – se rió aquella voz.

- ¡No te burles!– respondí enojado a... ¡quien sabe quién!

Ahí, fue cuando me di cuenta que las palabras que oía provenían del interior de los costales.

- ¡Ya no me pises! – dijo entonces una voz de niña.

Abrí los ojos como plato y salté del interior de la caja hacia el pavimento.

Estaba muy asustado. Y cuando comencé a gritar, mi papá llegó de quién sabe dónde.

Me tomó por la cintura para cargarme y consolarme.

- ¿Qué sucede, Damián?

- ¡En el costal! !Hay alguien...! ¡Me habló una voz de niña! ¡O hay un niño en el costal, “p´a”! ¡Ya no sé!

- ¡No puede ser hijo!. Sólo hay tierra. Mira, ven. ¡Dime de cuál bulto salió la voz! – pidió que le dijera algo que no sabía cómo explicarle.

Mi papito estaba más asustado que yo, y cuando me di cuenta de eso, decidí tranquilizarme.

- ¡Olvídalo, ”p´a”! Creo que me quedé dormido y algo me asustó en el sueño – le dije una mentirita blanca para que se calmara.

- ¿Estás seguro que fue un sueño, Damián?

- ¡Dile la verdad! – escuché una vez más la voz, pero esta era distinta; era de niño.

Ya no pude responderle a mi papá. Pero él se dio cuenta que lo ocurrido podía ser parte de la misión que tenía yo al ir a la ciudad.

- Hijo, pequeño... – me dijo con suavidad al oído mientras me abrazaba – ¡yo te creo!

Creo todo lo que me dices, pero yo no puedo escuchar esa voz que tú oíste.

Sólo te puedo decir que si es necesario que volvamos a casa... ¡lo haremos! Si tú me lo pides.

- ¡Nos quedamos, p´a! ¡Nos vamos a quedar! – le respondí como nunca lo había hecho luego de quedarme calladito, pensando en su propuesta.

Sus palabras me habían hecho sentir seguro de que lo que estaba pasando no lo soñaba, y que además, estaría acompañándome, pasara lo que pasara en aquel día.

Entonces – Ciro, más tranquilo dijo al fin mientras miraba hacia los costales -, por favor estaciona la carreta frente a ese portal donde entré hace rato.

Papá me cargó hasta el sillón.

Me entregó las riendas y lo vi entrar nuevamente por la puerta tras la cual volvió a desaparecer.

Giré mi cabeza para ver sobre mi hombro, y noté que el costal de donde venía la otra voz, estaba completamente inmóvil.

Ahí fue cuando me di cuenta que la luz del sol aún no salía, pues desde donde estaba sentado, ni la luz de los postes me permitían ver bien el bulto.
Al asegurarme que no corría peligro alguno, guié a Margarita hacia el portón, y al irme acercando a la Jacaranda, me di cuenta que a pesar de que estábamos entrando bajo la sombra de sus ramas, había la misma cantidad de luz que en la calle - ¡y eso que no había un poste de luz cercano al lugar!

Ese descubrimiento me hizo ver otra cosa: En la calle donde estábamos había muy pocos árboles, pero las casas que los tenían frente a sus puertas, se veían distintas a las que no las tenían.

Es decir: Si en la casa del portón negro había una Jacaranda, y la casa que le seguía, no tenía ninguna clase de árbol, la de la puerta se veía con más luz, aunque fuera de noche y sin tener luz artificial, como sé que se dice a ese tipo de luz que produce la corriente eléctrica.

- Eso sólo lo puedes ver tú, Damián. ¡No estás soñando! – explicó la voz que se había burlado de mí al caerme el agua.

Esta vez, ¡si grité al bajarme de la carreta!

Como de rayo llegué hasta el piso, y corrí hasta detenerme frente al portal, dándole la espalda y mirando de frente a Margarita y la carreta.

Estaba más que asustado. Me quedé como piedra. Y del miedo, no podía moverme.

¡Alguien había adivinado lo que pensaba! Y eso, ¡me asustaba mucho!

- No te asustes, Damián – pidió otra vocecita distinta y que también provenía desde la caja de la carreta.

Esa voz diferente era de otro niño. Pensaba en ello cuando de pronto sucedió algo rarísimo.

Muchas vocecitas que provenían de la caja se unieron, y comenzaron a decirme:

- ¡No te asustes, somos tus amigos! ¡Tú estás hoy con nosotros para ayudarnos a liberar la “Tierra Encerrada”! – hablaron al mismo tiempo todos ¿los niños y niñas?.

No podía creer lo que escuchaba. Por eso decidí acercarme poco a poco hacia el cajón.

Margarita estaba completamente tranquila, y eso me dio ánimos para averiguar qué había dentro de los costales que mi papá vendía en la ciudad cada sábado.
Asomé la nariz sobre la caja, pero no descubrí nada que no hubiera visto antes.

Los costales estaban en su lugar.

Todo en orden y en silencio.

- ¡Damián! ¡Abre cualquier costal... y míranos! – otra vez dijeron las vocecitas.

Tan sorpresivo fue escuchar eso, como instantes después verme tirado en el piso.

Me había ido de espaldas al oír aquella orden, más todo lo que ahora les voy a contar que dijeron:

-¡Anda!

¡Apúrate!

¿Qué tanto esperas?

¡Damián!

¡Damián!

¿Estás ahí?

¿Te quedaste sordo?

¿Dónde te has metido?

¿Por qué no nos haces caso?

¡Nos abandonaste?

¡Damián!

¡Por favor!

¡No seas malito!

¡Ya nos cansamos!

¡Queremos estar afuera!

¡Ándale sí!

¡Por favor!

¡Ayúdanos!

¡Queremos salir de aquíiiiiiiiiiiii!! – y así continuaron un rato más, hasta que grité:

- ¡Uffffffffa!

¡Nunca había escuchado tantos quejidos en tan poco tiempo! - entonces, me acordé que en ocasiones... ¡yo soy así!

¡Ay, pobre de “mami” y “papi”!

Cuando hago un berrinche, me pongo así de necio, como esas voces que salían del interior de los costales de tierra, y de los cuales haría “Tierra Encerrada”.

...

¡Ups!!

Pero... ¡ahora que me acuerdo...!, ¡creo que ni siquiera les he contado qué es eso de “Tierra Encerrada”! ¿Verdad?

¡Ay! ¡Pero qué descuidado sooooooy!

¿Quieren que se los cuente ahora, o lo hago más adelante?

¿Alguien que esté leyendo esto, puede por favor responder a mi pregunta?

...

Mmmm... ¿qué haré? No escucho ninguna respuesta.

Bueno, hagamos lo que sigue: si alguno ha dicho que ya quieren saber qué es “Tierra Encerrada”, pero también hay muchos quienes quieran que abra los costales de tierra para que sepan qué hay dentro... ¡que levante su mano!

...

¡Ay! Creo que no funciona tampoco eso.
¡Qué hago!

¡Ayuuuuuuuuuuuúdenme!

Mmmm...

¡Ah! ¡Ya lo tengo! Voy a contarles qué es ”Tierra Encerrada”, y al mismo tiempo... ¡abro los costales de tierra!

¿Les parece bien?

De todas formas, ¡no son historias distintas!

Bueno, ahí les va:

Me levanté del piso y me acerqué a la caja.

Asomé la nariz sobre el bordo de madera, y... ¡analicé los costales!

Todo estaba en su lugar, pero también... todo estaba callado hasta que... trepé para subir al piso del cajón.

Caminé unos pasos sobre la tarima y ¡las tablas crujieron!

¡Eso era el único sonido que había!

Miré hacia todas direcciones, para ver si mi “p´a” estaba cerca, pero al no ver a nadie decidí abrir un costal.

De mi morral saqué unas tijeritas que uso en la escuela, de esas para cortar papel, y me quedé como un minuto cortando el extremo de un costal.

La tela era dura.

Me costó mucho trabajo meter una de las puntas redondas de la tijera; pero al lograrlo, hice un pequeño hoyo por el cual se veía un poco de “Tierra Negra”.

Enseguida, hice otro agujero de distinto costal; éste tenía “Tierra de Hoja”.

Metí mi manita en cada uno de los hoyos, y saqué un poco de tierra de cada bulto.

La puse sobre el piso, uno al lado del otro frente a mis rodillas.

Los dos montones se veían como cerros chiquitos.

Entonces, hice lo que me habían enseñado a hacer desde chiquito, pero con harina blanca y aserrín de madera: De la punta de cada montoncito, quité tierra, quedando entonces un hoyito.

Y esa tierra que quedó de cada punta, la puse en el hueco contrario de cada montañita.

Así, el pico de la montañita de “Tierra de Hoja” quedó con “Tierra Negra”, y la punta del cerrito de esa tierra, quedó con “Tierra de Hoja”.

Al ver el resultado, me acordé de los volcanes nevados.

Estos eran miniatura, y con puntas de un color diferente.

Para terminar, abrí mis palmas de las manos.

Las coloqué sobre cada montañita, y... ¡apreté cada montoncito de tierra contra el piso de la carreta!

Luego, cuando estaba así, cerré mis ojos y dije las palabras que me había enseñado mi papá: “... devuelvo la tierra que he usado, para que otros la disfruten...”

Así, hice por primera vez, ¡“Tierra Encerrada”!

...

¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Qué cara han puesto!

Les voy a explicar qué hice:

Esa tierra de la que hablo, se hace uniendo la Tierra Negra y la Tierra de Hoja, con... una tierra muy especial que... cada niño tiene en su alma; pero que poca gente grande sabe que también la tiene en su interior; aunque ya sea un adulto o un viejito, como mi abuelito.

Y ¿saben algo más? ¡Yo no sabía que hubiera tierra dentro de mí!

Cuando mi papá y mi abuelito me contaron eso, puse la misma cara que ustedes.

¡No podía creer lo que me decían!

- ¿La “Tierra Encerrada” es la que se me queda pegada en los pantalones cuando salgo a jugar al campo? – pregunté un día a mi “p´a” y mi “abue”.

Luego de reír mucho los dos por la pregunta que hice, ambos me contaron una historia:

- ¡Todos los seres humanos, formamos parte de la tierra!

- ¿Y cómo formamos parte de la tierra, “abue”?

“P´a”, me respondió:

- Si te das cuenta, Damián, nuestra casa, que está entre las montañas, está llena de cosas que alguna vez vivieron y tuvo contacto con la tierra.

Te pongo un ejemplo: La madera con que fue construida la cabaña, una vez perteneció a un árbol que vivía en el bosque y, ¿de dónde crees que se alimentaba, Damián?”

- ¡De la tierra! Pero también del agua y del aire – le respondí.

- ¡Exacto, hijo! – aplaudió mi “abue”.

Me explicaron entonces que, así como las plantas, las frutas, las verduras y todos los productos que comemos en la mesa usan la tierra para alimentarse y crecer, nosotros los comemos para hacer lo mismo: vivir y desarrollarnos.

Con los animales pasa lo mismo.

Hay animales que comen plantas, y luego nosotros nos alimentamos de su carne. Así es como llega a nosotros una porción de esa tierra que usó la planta, y por eso también nosotros pertenecemos a la tierra.

Esa, es ¡“Tierra Encerrada”!

En el mundo, la “Tierra Encerrada” es muy poca, y es muy importante, porque de ella dependemos todos los seres para vivir.

¿Cómo devolvemos esa “Tierra Encerrada” que está en nosotros, y que una vez la uso para vivir una fruta, una planta, un árbol, una legumbre o un animal?

¡Uniéndola con las diferentes tierras que hay!
Eso, me dijo “p´a”, “... lo sabemos desde hace muchos años”.

- Es una tradición – y luego me explicó:

Nosotros sabemos que el planeta es muy sabio, y ha colocado porciones de esa tierra especial en pocos lugares.

Así, nosotros podemos usarla

Lo malo... es que en el planeta hay lugares donde la tierra ya no tiene vida.

Plantar en esa tierra semillas de maíz o trigo, o cualquier cosa que sea un árbol, flor o planta... morirá; ¡porque ya no existe la porción de “Tierra Encerrada” que debiera tener!

- ¿Adónde se fue? – le pregunté; y “abue” le ayudó a responder:

Hay varias explicaciones, Damián.

Una de ellas, es que nunca la hubo en determinados sitios, como montañas pedregosas o algunos desiertos.

Otra, dice que ¡la gente se la terminó! – puntualizó enojado.

Y bueno, se preguntarán ¿para qué hay que liberar esa tierra?

Yo le pregunté a mis dos “papitos”, o sea a mi “abue” y a mi “papiringo"

¡Ja, ja, ja, ja! Así le digo a Don Ciro cuando quiero decirle que lo quiero mucho.

“Papi” me respondió:

- Es muy importante liberar la “Tierra Encerrada” que tiene uno.

Así, ayudamos a devolver al planeta lo que hemos consumido o usado durante muchos años, y que las plantas, los árboles, las flores, los animales y todo lo que hay vivo, necesitó para vivir... – en eso, “abue” continuó la idea de papá:

- ... y si las plantas o los animales no pueden devolver la poca tierra que el planeta le prestó, nosotros tenemos la obligación de hacerlo por ellos.

A todos los hombres y mujeres, chicos, bebés, grandes, o viejitos, el planeta y su tierra nos dan la oportunidad de vivir y crecer porque de ella nos alimentamos con sus frutos.

- Te voy a poner un ejemplo. ¡Con una planta! – dijo feliz mi “p´a” luego de pensar un poco.

Cuando esa planta está por irse, o sea, ya terminó su vida, cae a la tierra, y ¿se convierte en qué?

- En polvo... ¡En tierra! – expliqué.

- ¡Exacto, Damián!

De esta forma, la plantita que también tenía su propia “Tierra Encerrada”, la devuelve al planeta, porque cada planta, árbol, animalito, insecto, y todo lo que vive sobre el planeta, sabe que si no la devuelve, podría terminarse un día, y ya no habría más para los que apenas están creciendo o naciendo.

- ¿Y cómo hacen las personas para devolver su propia tierra? – dije con curiosidad.

Papá me comentó:

- Siendo bueno y cuidando la naturaleza; los animales, los ríos, las plantas, los árboles... todo lo que hay sobre la tierra y la toca; incluso, los mares, los ríos, el cielo y... todos los seres vivos que viven ahí.

Pero hay algo mucho más importante que hacer eso, hijo.

- ¿Qué es?

- Quienes vendemos tierra, hacemos algo muy sencillo que nos han enseñado nuestros abuelos; y a esos abuelos, les han enseñado hace mucho tiempo sus propios abuelos.

Lo primero, es dar a conocer este secreto que ahora te cuento.

Luego, tenemos por misión explicar a la gente de qué otra forma se puede liberar la “Tierra Encerrada”.

Desde niños, a nosotros nos han enseñado que es vital llevar Tierra de Hoja o Tierra Negra desde nuestras montañas, a lugares donde se está terminando, o ha quedado presa bajo piedra, ladrillo, concreto, asfalto, vidrio, y toda clase de materiales que se usan para construir algo donde viva la gente en las ciudades.

Así, la tierra que nos compre la gente y usará para plantar flores, verduras o árboles en macetas y jardines, en las plazas, en las casas o jardineras, podrá comunicarse con la “Tierra Encerrada” bajo esas casas o edificios.

Pero para eso, tenemos que hacer una pequeña ceremonia que ya te enseñaremos cuando por primera vez vayas a la ciudad.

- ¿Para qué hacer esa ceremonia “p´a”?

- Para comunicar a la tierra de la ciudad ¡que no desespere!

- ¿Esa tierra está triste, porque las plantas o los animales ya no la usan? – le pregunté.

- ¡Precisamente!

Está triste.

Por eso venimos cada sábado y domingo a tratar de vender algo de las tierras de nuestras montañas.

Nuestras tierras son diferentes, porque son tierras libres.

Eso explico a la gente que me compra.

Le comparto además, mis conocimientos sobre cómo hay que usarla; cómo sembrar en ella sus plantas; cómo cuidarlas, porque entonces, así será más fácil que la vegetación se encarguen de mandar a la “Tierra Encerrada” de la ciudad, el mensaje de que no entristezca ni desespere.

Aunque, sabes algo, Damián...

- No, “p´a”, ¿qué?

- A pesar de que es difícil que me comprendan, nunca dejaré de transmitirles que es muy importante que ellos también hagan saber a otras personas lo que ahora tú conoces

Uno nunca sabe, Damián... pero imagina si Diosito un día ordena al planeta que se la lleve porque sabe que nadie la ocupa para vivir.

- ¿Se la puede llevar a otro lado donde sí la utilicen, y nosotros quedarnos sin nada?

- Es probable.

Por eso, nuestra familia decidió por tradición llevar a vender cada sábado y domingo tierra para macetas y jardines a la Ciudad de México.

- Y ¿sabes algo más, Damián?

- No “abue, ¿qué? – acepté mientras mi papi me hacía señas de que escuchara muy bien a su papá.

- Nosotros no somos los únicos que vendemos la “Tierra de Hoja” y la “Tierra Negra”.

En otros lugares de México, y del mundo, hay gente que hace lo mismo.

Trabaja seleccionando la mejor tierra de sus bosques para llevarla a donde no hay; donde se la están acabando; o bien, la tienen encerrada...

- ¡Como en las ciudades!

- Así es hijo – aceptó mi “p´a”, y luego me enseñó, junto con mi “abue”, a hacer la ceremonia de las montañitas de tierra y las palabras que debía pronunciar.

Por eso, en la carreta, hice lo de los montoncitos.

Puse la “Tierra Encerrada” que llevaba dentro de mí. Y la uní con las dos clases de tierra que mi papi vende los sábados en la ciudad.

¡Ah!, pero saben algo más, también hice otra cosa muy importante: Escribí esta historia para que los niños como ustedes, y sus papitos conozcan el secreto de la “Tierra Encerrada”.

Que ¿por qué la escribí yo?

Porque yo, voy a la escuela; ya sé escribir, y por eso cuento con letras lo que me han enseñado mis papás y mi “abue”.

Además, como ya se dieron cuenta, ¡cumplí mi parte!

Devolví mi “Tierra Encerrada” para que la use otro ser vivo.

Aunque... saben otra cosa... me di cuenta que en la ciudad... muy poca gente se preocupa en tener y cuidar jardines y árboles.

Por eso, pensé:

Yo puedo devolver mi “Tierra Encerrada”, pero ¿qué caso tiene, cuando sólo un niño, junto con su “abue” y su papá, se preocupan por devolverla, si hay tanta gente que no la devuelve porque no sabe que debe hacerlo?

La ciudad, como el DF, y muchas otras, como Guadalajara, Monterrey, Toluca, Chihuahua, Torreón, Guanajuato y otras tantas, ¡tienen tapada su tierra!

Y la poca que hay, ¡nadie la usa!, ¡la descuida!, ¡no la quiere!

¿Llegará un día que el planeta decida llevarse la “Tierra Encerrada” a otro lugar, porque la que está bajó el concreto y las casas, los patios, el asfalto o las rocas, nadie la ocupa?

En eso pensaba, cuando entonces de entre los montoncitos de la tierra aplastada vi que algo se movía.

¿No se acordaban de eso?

¡Ay! ¡Pues qué despistados son!

¡Yo sí me acordaba de la historia!

Todavía no termino de contarla.

Falta que les cuente lo de las voces de los costales.

“¡Son lombrices! ¡Insectos!”, dirán ustedes.

Yo pensé y dije lo mismo, en voz alta.

Pero... saben algo, ¡estaba equivocado! Como también lo están muchos de ustedes.

Lo que se movía, ¡eran semillas!

¿?

Sí, ¡cómo lo leen!

¡Muchas semillas! ¡De todas las clases que hay en mi tierra!

Las conocía bien, porque de esas hay en mi casa, cerca de la montaña Magnolia.

- ¡Gracias por ayudarnos a salir! – dijo entonces una semilla café muy pequeñita, como esfera.

Fue fácil reconocerla.

¡Era una semilla de avellana! Con su sombrerito de punta en la cabeza.

Ese sombrerito entonces giró muy rápido, y ¿qué creen? giró aún más rápido, como una hélice.... hasta que... ¡salió volando por los aires!

- ¡Hola, Damián! – saludó la esferita haciendo una caravana.

Me quedé completamente callado.

- ¿No te enseñaron a responder cuando alguien te saluda? – me regañó una pepita de girasol.

¡Una pepita de girasol hablando! ¿Se imaginan?

Creo que no...

Bueno, se los explico: Su boquita y ojos estaban formados por sus franjas blancas .

- Por favor, no te asustes... – me pidió con una voz aguda y chiquita otra semilla... ésta, era nada menos que ¡un piñón!

- ¡Abre bien los ojos y míranos! – me ordenó al final una piña de pino que asomaba por el agujero del costal de “Tierra de Hoja”.

Abrí más mis ojos, y entonces me di cuenta que la tela de todos los costales de tierra de movía en muchos sitios.

- ¡Todas somos semillas, Damián! – explicaron al mismo tiempo uniendo sus vocecitas.

- No te asustes - repitió el piñón, y pidió a sus amigas silencio.

- Lo primero que queremos responderte, es lo de las casas que tienen luz y las que no tienen luz, Damián – habló un frijolito rojo, rojo como la sangre, y reconocí como semilla de Colorín.

Me quedé callado, y atendiendo todo lo que me decían:

- Las casas que tienen árboles son distintas a las que no las tienen, porque nosotros les damos una luz de vida.

- ¿Son entonces luciérnagas o cocuyos? – me atreví a preguntarles.

- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! – se burlaron todas las semillas al mismo tiempo.

- ¡No se burlen de mí! Yo no sabía que las semillas hablaran, ¡ni tampoco que tuvieran luz en su interior!

- ¡Damián tiene razón!

¡A ver! ¡Todas! ¡Dejen de reírse! – ordenaron unas pepitas de pino a las semillas encerradas en los costales.

- ¡Discúlpense con Damián! – gritó la semilla de Colorín con su vocecita.

- ¡Discuuuuuulpanos, Damián! - se escuchó una sola voz como de niña, pero al fin y al cabo, era una sola

Eso me hizo sentir mejor. Porque no me acostumbraba a hablar con tantas semillas a la vez.

- Las perdono, amigas... semillas... o ¿debo decirles, árboles?

- Somos semillas, Damián. No árboles.

Pudimos serlo si nos hubieran dejado en el bosque; pero... el viejo árbol que vive ahí, en lo alto de la montaña Magnolia, nos pidió que nos dejáramos atrapar por tu “abuelito”.

Así, tu “papi” nos metería en costales con tierra, para luego llegar a la ciudad de la luz anaranjada cada sábado y domingo cuando viene a vender tierra.

Entonces, ustedes eran las piedras... quiero decir, las semillas que mi abuelito lanzaba a la cuevita del río, en mi sueño de anoche?

- Sí, Damián, ¡éramos nosotras!
Muy pocas personas han soñado lo que tú. Y sólo quien fuera tan sabia como él gran árbol, podría recolectarnos para...

- ... ponerlas en los costales a ustedes, y luego hacer con esa tierra ¿“Tierra Encerrada”?

- ¡Exacto, Damián!

- Las personas como tu “abue”, que tienen muchos años de vida, conocen muchas cosas y se van volviendo sabios.

Ellos pueden darles a ustedes consejos muy valiosos.

- ¡Pero él jamás me platicó sobre ustedes!

- ¡Ay, Damián! ¡Te lo dijo de muchas formas!

Tú acabas de escribir en este libro que, te explicó lo de “cuando esa planta está por irse... ya terminó su vida... “

- “ ... cae a la tierra, y ¿se convierte en qué?”

- “En polvo... ¡En tierra!! – gritaron todas las semillitas.

- ¡Ja, ja, ja! Sí, ya me acuerdo – les respondí.

- Tu abuelito y papá entró en tu sueño. Te saludaron y te dijeron algo...

- No le entendía porque el ruido del agua de la cascada del río no nos dejaba escuchar.

- Y ¿qué crees que te decían?

- ¡No “sep”!

- Piensa, Damián. ¿Qué había en tu sueño?

Luego de pensar un poco, respondí con rapidez:

- ... agua... tierra... una cueva... un árbol que habla... y... mi abuelito...

- ¿No das?

- ¡Tierra encerrada! – grité.

¡La Tierra encerrada lleva semillas, y hay que ponerles agua para que crezcan y se conviertan en árboles!

- ¡Bravo, Bravo! – gritaron y aplaudieron huesitos de durazno y capulines; pepitas de girasol, melón, calabaza y sandía, y muchas otras semillas no sólo de árboles, sino de plantas, arbustos, flores... en fin.

- Y ¿cómo voy a repartir tantas semillas si aún no vendo tierra? – pregunté a una pequeña manzanita verde de un piracanto.

- ¡Ay, Damián! Tú si estás en la luna, como dice tu mamá – dijeron en una sola voz.

Una forma es platicando esta historia a la gente.

- ¡Es verdad! Por eso escribí este libro.

- ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

- Y ¿la otra?

- Enseña a sembrar a tus amigos, a tus primos, a la gente grande.

Enséñales a que cuide las plantas; que usen la tierra que tu papá, y ahora tú, así como toda la gente que baja de los cerros a vender tierra en costales a la ciudad, explique y convenza a los compradores a que formen más jardines.

Que de los patios de sus casas quiten los pisos de piedra o asfalto, y que dejen libre la “Tierra Encerrada” que está ahí, esperando a que le siembren pasto, un manzano, legumbres, bugambillias..., un girasol, y tantas otras plantas que formarán las casas de los animalitos que ya no caben en las montañas.

- Pero... si hago eso... ¡mucha gente va a asustarse porque no conocen a los insectos y los pájaros que viven en los árboles!

- Al principio, pueden espantarse un poco – aceptó mi idea un hueso de durazno -, pero recuerda que los niños que van a las escuelas, les enseñan que los animales no dañan a las personas si no las molestan.

Además, ¿no es mejor que los niños tengan cerca árboles y plantas, jardines y bosques, en vez de ir a las montañas?

- ¡Yo apenas supe que no hay bosques en la ciudad – reconocí.

- Hay muy poquitos. Y a esos parques la gente va mucho, porque tienen la necesidad de convivir con tierra, flores, pasto, árboles, y animales.

- Además, la gente que va a las montañas es muy descuidada – dijo con amargura una semilla de maíz.

Tiran basura, rompen plantas, hacen hoyos, llevan carros y motos que hacen ruido.

- ¡Pisan la tierra y a las semillas! – gritó un huesito de capulín.

- ¡Una llanta de moto pisó a mis primos y se rompieron! – explicó triste y casi llorando una avellana con sombrerito.

- Cuando la gente sube a las montañas o va a nuestros campos, hacen cosas feas - explicaron un par de nueces.

Una vez, quemaron la madera de un viejo árbol que “se fue”, como dice tu abuelito.

Ese viejo árbol nos había prometido devolver su “Tierra Encerrada” para que nosotros la usáramos para vivir.

- ¡¿Pero qué pasó?! – exclamé asustado.

Unos campistas quemaron la madera del árbol.

Y así, muchas de nosotras nos quedamos sin poder crecer.

Estamos esperando a que alguien nos ayude.

- Pero... ¿no hay quien las defienda? – pregunté.

- Si, ¡tuuuuuuuuuuuuuuuuuuú! – respondieron todas las semillitas al mismo tiempo.

Me quedé callado y miré hacia la puerta de donde mi papá aún no salía.

Aún estaba oscuro y el viento que soplaba me hacía sentir frío, y sin pensar mucho en lo que diría, les expliqué a mis amigas:

- ¡Ay!, Pero que tarea me han puesto, amigas.

Es algo... ¡muy difícil!

- Pero sin ti no podremos vivir, Damián.

Queremos crecer, como tú creces.

Queremos vivir y dar vida, como se las damos a ustedes.

Si a los hombres se les termina la “Tierra Encerrada”, también se les terminará la vida.

Te imaginas una ciudad sin gente, sin animales, ¡sin plantas!

- Eso lo puedo ver aquí mismo, donde sólo hay edificios y casas. Y carreteras, y calles, y ¡luces!

Hay mucha luz aquí por la noche.

¡Desde mi casa yo puedo verla!

- Ese es otro problema Damián – admitieron todas las semillas con una sola voz de niña.

La corriente eléctrica no es mala. Pero su uso en toda actividad, sí lo es.

Ya te demostramos que nosotros podemos brindar oro tipo de luz.

- Pero ¿cómo hacen eso? ¿Por qué sólo yo puedo ver esa luz de “vida” como le dicen ustedes?

Porque eres un niño bueno que sabe que no es necesario tener focos encendidos en la noche para poder vivir.

Tú sabes que la luz eléctrica puede usarse para ayudarte a ver cosas que realmente requieras ver cuando todo es muy oscuro.

- ¡Como mi “papito”! Cuando usó el faro para buscar a las gallinas.

- Es un buen ejemplo. Sí...

De pronto, una voz muy gruesa se dejó escuchar por encima de mi cabeza.

- ... acá, en la ciudad, Damián, vivimos menos años que en el campo o en las montañas, porque el alumbrado de las calles que es de luz eléctrica, nos daña.

- ¿Quién dijo eso? – pregunté en voz baja.

Estaba un poco sorprendido, pero no asustado.

- Soy... Jacaraaaaaaaanda, Damián - respondió muy lentamente el árbol y con una voz que retumbó en todo el lugar.

- Mucho gusto, señor Jacaranda – saludé mientras alzaba la cabeza para mirar el follaje del árbol.

- Quiero pedirles una disculpa a todos por entrometerme en su plática: Pero no podía quedarme callado, escuchando la charla tan interesante que están tratando – dijo amablemente el árbol, y al terminar de decir esto, todas las semillitas se entusiasmaron.

- ¡Viva! ¡Bravo! – gritaban aquí y allá desde los costales.

- ¡Yo quiero ser como tú! ¡Así de grande! – dijo una de las más pequeñas semillas que había visto, y que no sabía qué estaba haciendo ahí.

- Yo soy una lenteja – se presentó, y enseguida todo quedó en silencio.

Nadie se atrevió a explicarle que una lenteja no llega a ser un árbol, porque es una planta pequeña.

- No necesitas ser tan grande como yo – advirtió Jacaranda a la lenteja.

Esta, comenzó entonces a moverse con lentitud.

Poco a poquito, y luego, dando saltitos, fue saliendo de entre el montón de “Tierra Negra” aplastada frente a mis rodillas.

- ¿No puedo crecer cómo tú?

¡No te creo, Jacaranda! – habló al árbol con un dulce tono de voz, pero a la vez retándolo a que le demostrara lo que decía.

- Tú das una planta muy pequeña pero muy importante – expuso con sabiduría Jacaranda.

- Pero, pero, pero... y si quiero crecer cómo tú, ¿qué puedo hacer?

- Si te plantan, pequeña – dijo con amabilidad -, tú harás algo igual de importante que ser tan grande como yo.
- ¿Qué es más importante que ser tan grande como tú? – refunfuñó la pequeña lenteja, y detuvo su andar de a saltitos.

- Vas a ayudar a crecer a muchos bebés.

A muchos niños, a muchas personas grandes y viejitas.

- ¿Cómo?

- Precisamente así... – se me ocurrió decir, pero me detuve.

- ¡Explícale, Damián! – pidió Jacaranda.

- ¡Tú ayúdame a saber, Damián! – rogó la semillita que ya comenzaba a llorar.

- ¡Ay, peque! – dije con pena.

Entones, tomé la lenteja con dos de mis deditos.

La acerqué hasta al punta de mi nariz, para verla mejor, y de pronto ella se echó a reír.

- Estás haciendo bizcos – volvió a reír alegre, y luego dijo algo que me sorprendió mucho -: Y tu piel es morenita, como mi cáscara.

Eres muy parecida a mí

- Entonces, ¿así es mi piel? ¿Del mismo color que la tuya? Quiero decir, como tu cáscara.

- ¡Si, Damián! – respondió, y dando otro saltito, se subió a mi nariz.

Ahí, se quedó mirando a mis ojos, para luego afirmar con cierta tristeza:

- Ya entiendo... lo que me quieren decir.

No voy a crecer como un árbol, pero haré crecer a la gente... cuando... me coman... ¿verdad?

Esa revelación hizo que todos nos quedáramos callados.

Nadie se atrevía a decir algo.

Fue ella, la pequeña ruedita la que dijo al fin:
- Sabes algo, Damián... Yo sé que así de chiquita puedo dar vida. Y que además, llevo “Tierra Encerrada” dentro de mí, porque... cuando nací de una plantita, nos dijeron que debíamos estar muy contentas porque somos uno de los alimentos que la gente y los animalitos los hace crecer.

Al terminar de decir esta confesión, todos respiramos con tranquilidad.

Sin embargo, Jacaranda anunció:

- ¡Por eso digo que eres mucho más grande que yo!

Formarás parte de la gente, y eso es muy importante.

- Pero, pero... pero, pero... un día... ¡¿podré ser árbol?! - insistió.

- Eso no lo sé, amiguita; pero puedes sentirte como árbol, porque harás que una personas crezca, como lo hacen los árboles.

La lenteja enmudeció, pensó un poco y luego aceptó su realidad:

- Es verdad, ¡gracias! Muchas gracias Jacaranda. Ya comprendo lo que me quieres explicar.

Entonces, cuando estaba a punto de agradecer yo a Jacaranda la ayuda que me dio para advertir a una lenteja que no podía ser árbol, la pequeña saltó de mi nariz, y... ¡se metió en mi boca!

¿La mordí o la tragué?

¡No recuerdo!

Pero entonces perdí el conocimiento.

Tiempo después, desperté.

¿Dónde creen?

¡No adivinan?

Bueno, antes de decirles dónde, acepto que lo que leen es algo extraño, pero así como lo cuento, fue que sucedió la noche en que por primera vez, mi papá me llevaría a la ciudad a vender Tierra para macetas a la ciudad.

Que ¿por qué digo que me llevaría?

¡Ay! Pues... qué creen...

No se vayan a enojar... pero, tengo que decirles que esa noche que salí a cerrar el corral de las gallinas, pues... no me desperté al regresar a casa.

Ya saben dónde desperté?

En ¡mi camita!

Todo lo que les acabo de contar...lo soñé.

Así son las historias, y los sueños para mí son eso, historias reales.

¿Recuerdan que les platicaba que en el sueño, mi papito había entrado por una puerta y no había regresado?

Y que, en ocasiones, cuando yo estaba asustado ¿salía él para acompañarme?

Bueno, en mi sueño, eso sucedía cuando “papiringo” iba hacia mi camita para cuidarme, porque... ¿qué creen?

Luego que Mary, mi “mamita” se despidió de mí en la noche ¡me dio fiebre!

Una fiebre muy alta.

La culpa la tuve yo, porque me metí a la cama con la ropa mojada después de haberme caído en el piso, con “Caricia”.

Me resfrié, pero mis papitos me ayudaron a que la fiebre bajara.

Así, cuando yo estaba a punto de despertar, en mi sueño miraba que mi papá entraba y salía por una puerta de madera negra.

Ese sábado, estuve dormido y con fiebre todo el día, y como no había cenado la noche en que me enojé con papá, él me dio de comer ¿qué creen?

Pues ¡una rica sopa de lentejas!

Ya en al tarde, cuando me desperté por fin, “p´a” me contó que había escuchado todo lo que ahora les he contado en este libro, porque mientras tenía fiebre, hablaba y hablaba, y no paraba de hablar.

En pocas palabras, gracias a él, es que ustedes pueden leer mi historia, porque me alentó a escribirla.

Y bueno, ese sábado, me recuperé muy rápido porque me cuidaron mucho en casa; y el domingo, decidí acompañar a papá a la ciudad a vender tierra.

A eso se dedica mi “papito” y mi “abue”, cuando puede, porque él ya está muy grande.

Y saben algo, ¡parte del sueño se cumplió!

¿Recuerdan que papá me decía que Margarita ya no volvería a ir a la ciudad?

Pues eso se hizo realidad.

Para mí fue triste...

¡Pero no se pongan así... ¡

¡No pasó nada malo con Margarita!

Ella no volvió a casa con nosotros por una simple razón:

El lugar al que fuimos, donde en verdad está una gran Jacaranda y un Colorín, es un sitio donde hay gente que cuida a los animales viejitos que “están por irse”.

Ahí los cuidan, y los ayudan a devolver la “Tierra Encerrada” que han usado por mucho tiempo, y hacen que estén contentos.

Y ¿saben qué fue lo mejor?

¡Volvimos con una hija de Margarita!

Ella es Penélope. Una potranca que mi “aue” crió en ese lugar desde hacía mucho tiempo.

Yo no lo sabía, pero muy cerca de la ciudad, mi “abue” tiene un espacio muy grande donde cría animales.

Ahí, llega la mayoría de las personas que, como mi papá, y ahora yo, venden tierra en la ciudad en carretas jaladas por caballos, y que se internan en la ciudad donde pregonan en las calles la venta de tierra para macetas, jardines y ojalá, que para bosques.
Así termina mi historia.

Sabiendo que Penélope, como me dijo “abue” “es casi del mismo color a la corteza del árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque”.

- ¡Casi igual que tú! - me dijo cuando me dio las riendas del carro para internarme en la ciudad con la carreta.

Ahora sé, sin temor a equivocarme, cómo soy.

Desde ese momento, de vez en cuando sueño con Jacaranda.

Ella, me da las gracias por ayudarme a explicar una historia que ella nunca hubiera contado porque, no sabe escribir, como yo sí sé hacerlo.

Para el próximo año cuando cumpla los diez años de edad, y como ya le dije a mi papito, quiero ir a conocer en persona al árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque.

¿Para qué?

Para quedarme dormido a su lado. Para que me diga cómo hace el árbol más grande de la Montaña Magnolia, transmitir lo que quiere a los árboles como las Jacarandas que hay en al ciudad; y claro, para que me siga contando historias dedicadas a los niños que saben cuidar las plantas, y desde hoy, conocen la importancia de regresar de vez en cuando su “Tierra Encerrada”.


FIN

Por: Joel Nava Polina
Copy Right Joel Nava Polina 2004
Derechos de Autor 03-2004-081713200300-01, México D.F
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¡Una dulce sorpresa!

¡Una dulce sorpresa!

Un día, ella no regresó.

Por eso decidí investigar qué le había pasado, a pesar de que Lucero – mi mami - me advirtió que podía hacerme daño.

Por la noche, cuando me fui a dormir le conté a mi Ángel de la Guarda lo que estaba pasando.

Le expliqué que durante varias semanas, a mi amiga le había ofrecido agua, porque el sol invernal en México quema, y por las noches hace tanto frío, que no hay humedad en ningún lado, y es casi imposible que siendo tan pequeña encontrara una sola gota que la refrescara en los alrededores de la casa; o, en el jardín, donde algunas plantas que dan flor mantienen sus capullos cerrados en espera de las lluvias de primavera.

- Algo debiste haberle hecho para que no volviera; o, ¿será que vio algo que no le gustó y entonces decidió no volver? – sugirió un par de explicaciones mi ángel.

- Pues... ¡”nu” sé! – le respondí.

Luego de despedirme de él, medité las razones que me dio, y un rato después me dormí sin darme cuenta.

No sé si esto les ocurra a ustedes. Pero yo sé que dormí, porque al otro día mi “mami”, me despierta de la cama para que me levante para ir al colegio de mañana.

Esto sucede todos los días, y enseguida me ayuda a ponerme el uniforme; en la cocina me da de desayunar leche y fruta, y peleamos un poco porque no me deja preparar mi lunch. Al terminar, subo al carro mientras ella regresa a recoger - como siempre - la mochila de mis útiles de la escuela... ¡que sólo queda a siete cuadras de mi casa!

Nunca he comprendido por qué nunca vamos caminando. Para mí es un misterio cambiante, pues cuando le pregunto a mamá por qué me lleva en auto, responde siempre distintas cosas:

“Es que hoy, está lloviendo... es que hoy, tengo qué ir al dentista... es que hoy, voy a ir al mercado... “ es que hoy, esto; y es que hoy, lo otro.

Siempre cambia sus respuestas, y por eso un día decidí que me gustaría ser adivina.

Conocer lo que piensan las personas sería muy divertido, porque entonces yo sabría por qué hacen cosas que para mí son raras. Tenía entonces que encontrar un modo para entrar en la cabeza de la gente para leer su pensamiento; aunque apenas si estoy aprendiendo a leer correctamente las letras del pizarrón en la escuela.

Eso pensaba un día en que mi mamá me llevaba en carro a la escuela, a pesar de que no llovía, ni tampoco tenía que ir al mercado o al dentista.

Esa mañana, durante la clase descubrí que no era tan difícil ser adivina.

¿Por qué lo descubrí? Porque me quedé sin recreo.

¡Y, eso! ¿Qué tiene qué ver? Se preguntarán.

Bueno, pues mi maestra se enojó por no atender su lección en que nos explicaba las partes de una oración.

Y ¿saben algo? Ella jamás me dijo que estaba molesta. Pero a la hora del recreo, me ordenó:

- Hoy no vas salir al recreo porque te distrajiste durante la clase de Español.

Ella no estaba enojada como cuando mamá grita. Eso lo sé porque lo puedo ver en la mirada de ella.

La maestra no es mi mamá, claro, pero me di cuenta que actúa igual que todas las personas grandes que, sin decir palabras, dan una orden que expresan tristeza, alegría y... claro... enojo.

Y bueno, al quedarme castigada dentro del salón, vi por la ventana a mis dos mejores amigos que jugaban en el patio.

Me di cuenta que aunque no podía escuchar qué platicaban, supe que Manuel Altamirano estaba contento de haberle ganado a José Jiménez un balón de “fut” en un juego, y que luego fue a intercambiar con Juan Carlos Roldán por un paquete de estampas que él tenía.

Así, desde la ventana del salón adiviné que Manuel estaba alegre por haber cambiado su balón por las estampas. Y así también descubrí que no tenía que meterme en su cabeza para conocer lo qué pensaba en ese momento.

También adiviné, que Juan Carlos estaba feliz por el intercambio hecho; pues tanto él como yo, sabía que las estampas que ya tenía Manuel le hacían falta para terminar de llenar su álbum.

Me dio gusto ver a Manuel y a Juan felices porque son mis amigos. Con ellos juego mucho, pero a pesar de sentirme bien, me di cuenta que la tristeza de José me hacía sentir rara.

Él, fue el único que se quedó con las manos vacías.

José no me cae bien - ni a nadie en el salón -, porque en los últimos meses había cambiado.

Se veía muy callado, como muy presumido. Pero al ver que estaba triste, sentí pena porque se quedó sin nada mientras mis amigos estaban locos de contento.

No siempre se puede ganar algo. Ni tampoco puede uno ver sólo cosas bonitas que lo hagan sentirse feliz.

Esto lo pensé durante mucho tiempo. Y tan distraída andaba con eso, que ni me di cuenta cuando todos volvieron al salón al terminar el recreo - ni cuando la clase había terminado.

A la salida, Lucero llegó por mí, y al despedirme de Manuel y Juan Carlos no pude evitar sentirme mal al ver a José alejarse solo y aún triste.

Me sentí peor, y estuve a punto de alcanzarlo para regalarle mi manzana y mi torta que no me comí en el recreo.

Al llegar a casa, ya no tenía ganas de volver al otro día a la escuela, porque creí que me sentiría mal al ver a José, sin su balón, sólo y triste, y sin amigos.

¿Qué podía hacer por él?

Pensé un poco pero no me llagaba nada a la cabeza. Dejé ese problema para después, porque enseguida me acordé: No siempre se puede ganar algo. Ni tampoco puede uno ver sólo cosas bonitas que lo hagan sentirse feliz.

La idea me daba vueltas en la cabeza y entonces hice un hallazgo.

¿Y si mi amiga, aquella pequeña a la que le di agua durante los calurosos meses de invierno en México, no había vuelto al jardín porque se sintió triste al ver... algo?

Al bajar de la camioneta corrí directamente al lugar donde nos conocimos para averiguar si ella había regresado.

No la encontré. Y me enojé. Y me puse triste al reconocer que no sabía cómo llamarla para que llegara hasta mí.

¡No era como llamar a un perro!

Si a uno le chiflas o le llamas por su nombre, como hace Kodiak, luego, luego, dando saltos y ladridos llega a ti moviendo la cola.

Pero... y ¿cómo hacer que mi amiga, tan pequeña, viniera a mí para preguntarle si se había alejado porque un día me descubrió llorando porque hacía ya un año que mi papi se había al cielo?

¿Ella también se sentiría incómoda al verme así, como yo vi a José, triste porque se quedó sin su pelota?

Mientras pensaba esto, Lucero se acercó junto a mí, y me ordenó:

- Es hora de ir a comer.

- ¡Pero mamá! ¡Quiero estar aquí por si regresa!

- Ya te dije que puede hacerte daño. Yo no la he visto... y... sabes... a lo mejor ya se fue con sus amigas.

- ¡Pero yo era su amiga, “mami”! – recuerdo que la corregí enojada.

- Ella tendría otras amigas distintas a ti. Tú te juntas con niños y niñas; ella tiene que juntarse con sus...

- ¡Pero si le di agua en el invierno! ¡Yo la cuidé! – insistí casi llorando.

- Y fue muy bonito que le dieras agua, hija, y que le hicieras compañía. Pero no puedes hacer nada más.

No me quedó otra más que obedecer a Lucero. Fui a comer, y por la tarde hice mi tarea, pero a pesar de que hice muchas cosas, no podía dejar de pensar que mi mamá podría tener razón con eso de que mi amiga anduviera con... ¡sus amigas!

Esa noche, cuando comencé a rezar antes de dormir, a mi Ángel de la Guarda le conté lo que mi mamá me dijo.

- Esa puede ser una razón, Laura, pero te voy a decir una cosa. Lo que aprendiste hoy en la escuela, puede llevarte a encontrar a tu amiga – me advirtió el ángel; y luego le respondí:

- ¡Pero si hoy no aprendí nada! Me quedé sin recreo por eso mismo, por no aprender las partes de una oración.

- No me refería a eso – respondió riendo -. Es importante, sí, que aprendas a leer bien, y a escribir también. Pero lo que descubriste de José también es muy valioso.

- ¿Y cómo sabes tú lo de José? – le pregunté.

- Porque soy tu Ángel guardián. Y siempre estoy contigo, aunque no me veas.

Eso yo no lo sabía, y entonces me atreví a preguntar:

- ¿Todos los niños tienen a su Ángel Guardián?

- ¡Sip!

- Entonces. ¿Puedes hacerme un favor?

- ¡Claro! – aceptó feliz el ángel.

- Puedes preguntar al Ángel Guardián de José, ¿por qué está triste?

- ¿Lo crees necesario, Laura? – me respondió - ¿No eras ya una experta adivina?

- ¡Ay, ángel! Puedo adivinar algunas cosas que le pasan a la gente sólo viéndolas. ¿Y si no las veo? ¡Imagínalo! Sólo me queda meterme en sus cabezas para saber qué piensan y por qué están tristes.

- ¿Y crees que la tristeza está en su cabeza?

Esa pregunta hizo que me quedara pensando casi toda la noche, hasta que... ya saben qué sucedió después: ¡me dormí sin darme cuenta!

Antes, claro, me despedí y le di las gracias al ángel, pues me había dado otra pista.

Al otro día, casi pasó lo de siempre. Mi mamá me despertó. En la cocina me dio el desayuno, pero esta vez me pidió que yo misma hiciera mi lunch, y agarrara mi mochila de libros y útiles.

Luego, pasó algo más raro: ¡No nos fuimos en auto! Ese día caminamos hacia el colegio.

Yo iba muy contenta, porque era la primera vez que podía ir al lado de mamá, sin tener que llamar su atención haciendo travesuras.

Ya saben, cuando un adulto maneja un carro, atiende a todos los demás hombres o mujeres que están en otros autos, y no nos hacen caso.

Y bueno, sentí a mi “mami” tan feliz, que hasta me platicó un sueño que tuvo.

- Anoche soñé con tu papá, y me contó que a ti y a mí nos hará un regalo.

- ¿Desde el cielo se pueden enviar regalos? – la cuestioné.

- Eso no lo sé porque nunca he estado ahí – me respondió Lucero.

- ¿Y eso te hace sentir feliz, mamá?

- ¡Claro hija! Hace ya un año que tu papi no está con nosotras, pero si te has dado cuenta, a nuestro alrededor hay mucha gente que nos quiere y nos ha ayudado en muchas cosas.

- ¡No es lo mismo, m´a!

- Ya lo sé, Laura. Pero yo siento que no estoy sola porque tu papá viene por las noches a platicarme muchas cosas.

- ¡Nunca me lo dijiste! – la regañé.

- Hoy decidí que te lo contaría. Y ¿sabes qué me animó a compartírtelo?

- ¡“Nop”!

- En la mañana vi a tu amiga...

- ¡Volvió! ¡Ay, mama! ¡Y no me dijiste!

- Lo estoy haciendo ahora.
- ¡Pero yo quería verla!

- De regreso de la escuela la podrás ver.

- ¿Y cómo sé que ahí estará?

- Yo lo sé, porque vi algo muy lindo donde ustedes dos se conocieron. Quiero que sea una sorpresa, no te la cuento. ¡Tú descúbrela!

La charla se acabó de pronto. Sin darnos cuenta, ya habíamos llegado a la puerta de la escuela.

Le di un beso de despedida a Lucero, y luego la vi caminando de regreso a la casa. Iba alegre y con una sonrisa. De esas sonrisas que hacen que las mamás se vean bonitas.

Al llegar a la esquina, ya muy lejos de mí, ella giró para verme entrar a la escuela, y entonces al levantar su mano para despedirse de mí, la bolsa del mandado cayó al piso, y un señor que estaba cerca la levantó y se la entregó.

Se saludaron, y caminaron juntos como si ya se conocieran de tiempo antes.

Me dio gusto verla acompañada, y en eso estaba, cuando sonó la chicharra que anuncia que estaban por cerrar la puerta de la escuela.

Atravesé corriendo el pasillo, y de pronto, de no sé dónde, apareció José delante de mí.

Dio un paso para acercarse. Iba sonriendo y llevaba algo en la mano.

Me saludó pero me hizo una seña para que no hablara. Enseguida me enseñó una pequeña cajita de madera donde en tres de sus lados había muchos, orificios, y en otro había un hueco rectangular.

- ¡Huélela! – me invitó, y puso el cofre delante de mis ojos.

Acerqué la nariz a la caja y... ¡la olí!

- ¡Dulce! ¡Es muy dulce! – dije a José sin poder borrar mi cara de sorpresa.

- Es para ti. Ábrela hasta que llegues a tu casa. ¡Ah! Y cuando lo hagas, lee esta carta; también es tuya – me explicó.

Sin poder responder como yo quería hacerlo, le agradecí a José el regalo, y cuando estaba por meter la caja en mi mochila, me topé con la manzana que no me había comido un día antes, además del sandwich que yo misma había hecho esa mañana.

Los saqué y se los regalé a mi nuevo amigo.

No le pareció bien que me quedara sin nada, y me dijo que aceptaba sólo si los compartía conmigo.

Accedí, y durante toda la mañana y parte de la tarde en la escuela, estuve tentada en abrir la caja que guardé en mi mesa-banco.

Ese día habían sucedido cosas bonitas y me esperaban varias sorpresas más. Volvería a estar con mi amiga, abriría una caja con una dulce sorpresa, y leería una carta que me escribió José, que desde ese día, como les cuento, lo hice mi amigo.

Al terminar las clases, mi mamá fue por mí, y caminando de vuelta a casa le conté todo.

- Es un niño muy amable.

- Ya es mi amigo. Compartimos la manzana y el bocadillo que hice, y él me dio de su jugo y parte de su torta.

Mi mamá nunca me había visto tan contenta. Y para decir la verdad, yo tampoco me había sentido tan feliz como ese día.

- Me alegra verte así, Laura, pero debo darte una noticia. No he visto a tu amiga

- ¡Ay, no! Y ahora ¿qué voy a hacer?

- No te preocupes. Tienes mi permiso para esperar a que llegue.

- ¡Gracias, m´a! – le respondí al entrar corriendo a la casa rumbo al corredor que lleva al jardín.

Al llegar, me llevé una enorme sorpresa.

Todas las plantas habían abierto sus botones, y en el aire se respiraba el olor de las flores.

Por un instante me quedé admirándolas, y luego pensé lo contenta que se pondría mi amiga al ver el jardín.
Pasó una hora, y no llegó. Entonces, Lucero fue a encontrarme para decirme que tenía permiso de seguir ahí, ya que al otro día no habría clases.

- ¡Hagamos un picnic! – le dije a mi “mami”.

Ella aceptó, siempre y cuando al terminar, yo hiciera la tarea.

No podía negarme; además, hacía mucho que no me divertía tanto con Lucero.

Dejé mi mochila sobre el pasto. Saqué la caja junto con la carta de José, para luego salir corriendo detrás de mi mamá para ayudarla a sacar la comida.

Comimos y platicamos mucho, bajo las ramas del naranjo que nos dieron sombra.

Al terminar, Lucero me avisó que iría a trabajar un rato a casa de su “papi”, mi “abue”, donde tiene una pequeña fábrica donde hacen chocolates.

Le aseguré que yo estaría bien. Que esperaría a mi amiga, y mientras lo hacía, leería la carta de José, para luego investigar qué había dentro del cofrecito de madera.

Cuando mi mamá cerró la puerta para irse, salté hacia el pasto, y cuando iba a tomar la carta, me di cuenta que hacía mucho calor.

- Si no pones agua, tu amiga no va a llegar – me explicó mi Ángel de la Guarda.

Fue chistoso escuchar su voz en pleno día, pero me acordé que él siempre está a toda hora conmigo.

Por eso fui por la manguera. Abrí la llave del agua y en cuanto salieron las primeras gotas... ¡la escuché!

- ¡Ahí está! ¡Ahí está! – grité, y me di cuenta que estaba hablando sola.

Eso me avergonzó un poco porque un señor joven, vecino de una casa lejana, andaba en la azotea buscando una pelota.

El señor, se me quedó mirando con una sonrisa y me respondió gritando y moviendo las manos y brazos por lo alto de su cabeza. Casi no podía verlo, pero sí escucharlo.

- ¡Sí, gracias! – me respondió -. ¡Ya la encontré! – gritó desde lo alto.

Me eché a reír, y mientras el vecino bajaba por la escalera, sentí más cerca a mi amiga.

Me desesperaba no poder verla.

Busqué por todo el jardín, pero no la encontré. Decidí esperar a que apareciera sola.

“A lo mejor tiene pena porque sabe que estuve esperándola por mucho tiempo”.

Eso fue lo que pensé, y mientras hacía su aparición, creí que era hora de leer la carta que me había dado mi nuevo amigo.

Entonces, al agarrar el sobre que estaba sobre la caja, escuché un sonido.

Provenía nada menos que del cofrecito.

¡No podía creerlo! ¡Ni se me había ocurrido que mi amiga estuviera tan cerca!

Con mucho cuidado tomé la caja entre mis manos, y la abrí.

Casi me caigo de sentón al descubrir que en el interior estaba mi pequeña amiga.

Al verme, salió volando hacia la punta de mi nariz. Se detuvo por unos segundos a la altura de mis ojos y se quedó como flotando.

Parecía como si me estuviera reconociendo, pero entonces, cuando vio que el jardín estaba lleno de flores, la pequeña salió disparada de felicidad a revolotear sobre los ramos.

¿Ya adivinaron quién es mi amiga? ¡Claro! ¡Una abeja!

Estaba feliz como yo. Di muchos gritos de entusiasmo, y cuando me tranquilicé, vi que en el interior del cofre se veían unos huecos.

¿Saben qué era eso? ¡Un panal pequeñito! Los hoyitos eran celdas octagonales de cera que guardaban pequeñas gotas de miel.

No podía creer que eso fuera realidad.

Yo sé que la historia es un tanto rara, y es más difícil creerle a una niña de 6 años que tenga por amiga a una abeja.

Cuándo la conocí al principio, me causó algo de miedo verla llegar a la fuente del jardín porque... ¡no llegaba sola! Llegaba, como me dijo un día mi mamá, con sus propias amigas.

Era un pequeño enjambre como de 30 abejas.

Una era mi preferida, porque cuando volaba, el destello de los rayos del sol sobre sus alas producía muchos colores; como los que tiene el arco iris.

A ella la conocí el otoño del año pasado. Por eso leí mucho acerca de cómo eran las abejas. Descubrí que si no se les hace daño, ellas tampoco tienen por qué hacértelo.

También aprendí que producen miel, que viven en comunidades algo grandes, y que andan de flor en flor para recolectar néctar.

Entonces, se me ocurrió ayudarlas un poco poniendo azúcar al agua que llegaban a tomar en la fuente. Mi amiga estaba encantada.

Ella era muy especial. Y tan contentas estábamos las dos, que nunca nos dimos cuenta que el frío del otoño hacía que se secaran las flores del jardín.

Sus amigas, sin embargo, sabían que tenían que irse a un lugar donde hubiera flores.

Así pasaron los días, y a pesar de que cada vez se hacían más fríos, ella era la única que continuaba regresando a la fuente del jardín de agua endulzada por mí.

Un día, sin embargo, cayó una terrible tormenta. La pequeña no pudo salir volando a su panal, y entonces de una caja de cartón le hice su casa para que ahí descansara.

Le puse agua endulzada, flores y hierbas, y juntas esperamos esa tarde a que parara la lluvia.

El aguacero se prolongó, granizó durante la noche, y a la mañana del día siguiente el agua continuó cayendo.

Así contamos tres días, y éstos comenzaron a ponerse fríos; el invierno estaba llegando y el sol cambiando de posición cuando por fin dejó de llover.

Mi abeja ya no podía volver a su panal. Ellas se orientan con el sol, y como también había cambiado de sitio en el cielo, ya no sabía hacia dónde ir. Siempre volvía a su caja. Yo la cuidé, a pesar de que mi mamá me decía que podía hacerme daño.

Nunca lo intentó. Tampoco se me acercaba mucho que digamos, y yo evitaba, en lo posible acercarme muy cerca de ella.

Lo más que pude, fue tenerla a cinco centímetros de mi nariz, cuando la veía remojar sus antenitas en el agua azucarada, para luego volar zumbando por mi recámara hasta atravesar la ventana para ir al jardín, donde ya quedaban pocas flores.

Así estuvo conmigo varias semanas, pero yo sabía que la abejita, a pesar de tenerme a mí como su amiga, se sentía sola.

Un día, ella no regresó.

¡Pero José había hecho el milagro! ¡Ella estaba de vuelta conmigo!

No obstante la emoción, debía saber cómo supo José que yo tenía a una abeja por amiga. ¿Cómo llegó hasta sus manos?

Me di cuenta que la carta podía explicar el misterio.

La abrí y comencé a leer:

“Para Laura Villalpando Miranda:

“Hola, Laura” – comenzaba la escritura de la carta.

“Quiero contarte un secreto.

“Un “pajarito” me dijo que esta abejita es tu amiga. Ella llegó un día hasta mi jardín, donde tenemos un vivero con plantas y flores que mi papá vende en el mercado.

“Cuando la descubrí encima de una flor, la atrapé, porque las flores de invernadero no pueden ser tocadas. En eso, mi mamá apareció. Me dijo que la tuviera en un cuarto de la casa, y que hasta ahí llevara macetas con muchas flores para que la abeja pasara los últimos días del invierno sin hambre, protegida del frío, y así lograra sobrevivir hasta la Primavera.
“Mi papá me ayudó a hacer la caja que te di. A ella le gusta tanto, que hizo su propio panal.

“Como sabes, ya estamos en Primavera, y buscará a otras abejas que tengan su panal, o encontrará el suyo, de donde provino. Cuídala mucho por favor. También es mi amiga.

“Adiós. Laura.

“Tu amigo: José”.

Eso, queridos amigos, decía la carta. Pero el misterio se había agrandado mucho más. ¿Qué pajarito le dijo a José que la abeja era mi amiga?

Pensaba en eso, cuando entonces sonó el timbre de la entrada. Como Lucero no estaba en casa, corrí a preguntar quién era.

- ¿Quién toca? – pregunté.

- ¡Por favor, me pasas la pelota que se me voló? – escuché una vocecita de tras el grueso portón de madera.

- ¡Voy a buscarla! – respondí. Y mientras hacía la búsqueda entre los matorrales, escuché voces de adulto.

Era la voz de mi “mami” que iba llegando a casa, y que al parecer estaba acompañada de alguien.

Fui a recibirla pensando en pedirle ayuda para encontrar el balón, y entonces mientras Lucero abría la puerta, descubrí que del otro lado estaba... ¡nada menos que José! Así como el vecino que había visto en la azotea.

- ¡Laura! – dijo mi mamá con una gran sonrisa.

¡Qué bueno que estás aquí! Quiero presentarte a Jorge. Él es un buen vecino que vive cerca de aquí. En la mañana me ayudó a levantar la bolsa del mandado que tire.

Ah, y también quiero presentarte a José, su hijo.

- ¡Hola! – dijeron los dos al mismo tiempo.

- ¡Mucho gusto! - dijo José adelantándose unos pasos a su papá mientras me guiñaba un ojo.
Yo respondí con una sonrisa y el mismo gesto. Y mientras Jorge y Lucero entraban a la casa cargando varias macetas repletas de flores, José y yo fuimos a buscar el nuevo balón que su papá le compró, luego de que un “pajarito” le dijera que su hijo estaría por hacer un gran obsequio.

- ¿Cómo supo tu papá que me devolviste a mi amiga? – le pregunté a José en voz baja.

- Se lo dijo mi mamá en un sueño, Laura – reveló su secreto José, y me explicó -. Hoy la soñó. Desde el cielo le avisó que yo iba a dar una dulce sorpresa a una niña que... no tenía papá.

Al escuchar esto, sólo me restó sonreírle a José.

El tiempo pasó, y nos hicimos tan amigos, que hasta podíamos adivinar sin vernos, qué cosas agradecíamos a nuestros ángeles de la guarda: Ser parte de una familia en la que la mamá de ambos se llama Lucero, y el papá Jorge; que todos juegan con Kodiak, un perro al que si le chiflas, luego, luego, dando saltos y ladridos llega a ti moviendo la cola, y que tienen una amiga que hizo su propio panal en el interior de un invernadero, para que durante los meses fríos de invierno, siguiera produciendo dulces sorpresas junto con sus amigas abejas.

Desde entonces, toda la familia regala frasquitos de miel de ese panal a quienes adivinamos, necesitan endulzar un poco su vida por las tristezas que tienen en sus corazones, porque: no siempre se puede ganar algo. Ni tampoco puede uno ver sólo cosas bonitas que lo hagan sentirse feliz; aunque... con una pequeña y dulce sorpresa... siempre podrán vivir bien.


FIN


Por Joel Nava Polina
Derechos de Autor:03-2004-081713200300-01
De la obra: Tierra Encerrada
México D.F.