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Letra Libre de Joel Nava Polina

Infantil: H. 8 años

¡Una dulce sorpresa!

¡Una dulce sorpresa! Un día, ella no regresó.

Por eso decidí investigar qué le había pasado, a pesar de que Lucero – mi mami - me advirtió que podía hacerme daño.

Por la noche, cuando me fui a dormir le conté a mi Ángel de la Guarda lo que estaba pasando.

Le expliqué que durante varias semanas, a mi amiga le había ofrecido agua, porque el sol invernal en México quema, y por las noches hace tanto frío, que no hay humedad en ningún lado, y es casi imposible que siendo tan pequeña encontrara una sola gota que la refrescara en los alrededores de la casa; o, en el jardín, donde algunas plantas que dan flor mantienen sus capullos cerrados en espera de las lluvias de primavera.

- Algo debiste haberle hecho para que no volviera; o, ¿será que vio algo que no le gustó y entonces decidió no volver? – sugirió un par de explicaciones mi ángel.

- Pues... ¡”nu” sé! – le respondí.

Luego de despedirme de él, medité las razones que me dio, y un rato después me dormí sin darme cuenta.

No sé si esto les ocurra a ustedes. Pero yo sé que dormí, porque al otro día mi “mami”, me despierta de la cama para que me levante para ir al colegio de mañana.

Esto sucede todos los días, y enseguida me ayuda a ponerme el uniforme; en la cocina me da de desayunar leche y fruta, y peleamos un poco porque no me deja preparar mi lunch. Al terminar, subo al carro mientras ella regresa a recoger - como siempre - la mochila de mis útiles de la escuela... ¡que sólo queda a siete cuadras de mi casa!

Nunca he comprendido por qué nunca vamos caminando. Para mí es un misterio cambiante, pues cuando le pregunto a mamá por qué me lleva en auto, responde siempre distintas cosas:

“Es que hoy, está lloviendo... es que hoy, tengo qué ir al dentista... es que hoy, voy a ir al mercado... “ es que hoy, esto; y es que hoy, lo otro.

Siempre cambia sus respuestas, y por eso un día decidí que me gustaría ser adivina.

Conocer lo que piensan las personas sería muy divertido, porque entonces yo sabría por qué hacen cosas que para mí son raras. Tenía entonces que encontrar un modo para entrar en la cabeza de la gente para leer su pensamiento; aunque apenas si estoy aprendiendo a leer correctamente las letras del pizarrón en la escuela.

Eso pensaba un día en que mi mamá me llevaba en carro a la escuela, a pesar de que no llovía, ni tampoco tenía que ir al mercado o al dentista.

Esa mañana, durante la clase descubrí que no era tan difícil ser adivina.

¿Por qué lo descubrí? Porque me quedé sin recreo.

¡Y, eso! ¿Qué tiene qué ver? Se preguntarán.

Bueno, pues mi maestra se enojó por no atender su lección en que nos explicaba las partes de una oración.

Y ¿saben algo? Ella jamás me dijo que estaba molesta. Pero a la hora del recreo, me ordenó:

- Hoy no vas salir al recreo porque te distrajiste durante la clase de Español.

Ella no estaba enojada como cuando mamá grita. Eso lo sé porque lo puedo ver en la mirada de ella.

La maestra no es mi mamá, claro, pero me di cuenta que actúa igual que todas las personas grandes que, sin decir palabras, dan una orden que expresan tristeza, alegría y... claro... enojo.

Y bueno, al quedarme castigada dentro del salón, vi por la ventana a mis dos mejores amigos que jugaban en el patio.

Me di cuenta que aunque no podía escuchar qué platicaban, supe que Manuel Altamirano estaba contento de haberle ganado a José Jiménez un balón de “fut” en un juego, y que luego fue a intercambiar con Juan Carlos Roldán por un paquete de estampas que él tenía.

Así, desde la ventana del salón adiviné que Manuel estaba alegre por haber cambiado su balón por las estampas. Y así también descubrí que no tenía que meterme en su cabeza para conocer lo qué pensaba en ese momento.

También adiviné, que Juan Carlos estaba feliz por el intercambio hecho; pues tanto él como yo, sabía que las estampas que ya tenía Manuel le hacían falta para terminar de llenar su álbum.

Me dio gusto ver a Manuel y a Juan felices porque son mis amigos. Con ellos juego mucho, pero a pesar de sentirme bien, me di cuenta que la tristeza de José me hacía sentir rara.

Él, fue el único que se quedó con las manos vacías.

José no me cae bien - ni a nadie en el salón -, porque en los últimos meses había cambiado.

Se veía muy callado, como muy presumido. Pero al ver que estaba triste, sentí pena porque se quedó sin nada mientras mis amigos estaban locos de contento.

No siempre se puede ganar algo. Ni tampoco puede uno ver sólo cosas bonitas que lo hagan sentirse feliz.

Esto lo pensé durante mucho tiempo. Y tan distraída andaba con eso, que ni me di cuenta cuando todos volvieron al salón al terminar el recreo - ni cuando la clase había terminado.

A la salida, Lucero llegó por mí, y al despedirme de Manuel y Juan Carlos no pude evitar sentirme mal al ver a José alejarse solo y aún triste.

Me sentí peor, y estuve a punto de alcanzarlo para regalarle mi manzana y mi torta que no me comí en el recreo.

Al llegar a casa, ya no tenía ganas de volver al otro día a la escuela, porque creí que me sentiría mal al ver a José, sin su balón, sólo y triste, y sin amigos.

¿Qué podía hacer por él?

Pensé un poco pero no me llagaba nada a la cabeza. Dejé ese problema para después, porque enseguida me acordé: No siempre se puede ganar algo. Ni tampoco puede uno ver sólo cosas bonitas que lo hagan sentirse feliz.

La idea me daba vueltas en la cabeza y entonces hice un hallazgo.

¿Y si mi amiga, aquella pequeña a la que le di agua durante los calurosos meses de invierno en México, no había vuelto al jardín porque se sintió triste al ver... algo?

Al bajar de la camioneta corrí directamente al lugar donde nos conocimos para averiguar si ella había regresado.

No la encontré. Y me enojé. Y me puse triste al reconocer que no sabía cómo llamarla para que llegara hasta mí.

¡No era como llamar a un perro!

Si a uno le chiflas o le llamas por su nombre, como hace Kodiak, luego, luego, dando saltos y ladridos llega a ti moviendo la cola.

Pero... y ¿cómo hacer que mi amiga, tan pequeña, viniera a mí para preguntarle si se había alejado porque un día me descubrió llorando porque hacía ya un año que mi papi se había al cielo?

¿Ella también se sentiría incómoda al verme así, como yo vi a José, triste porque se quedó sin su pelota?

Mientras pensaba esto, Lucero se acercó junto a mí, y me ordenó:

- Es hora de ir a comer.

- ¡Pero mamá! ¡Quiero estar aquí por si regresa!

- Ya te dije que puede hacerte daño. Yo no la he visto... y... sabes... a lo mejor ya se fue con sus amigas.

- ¡Pero yo era su amiga, “mami”! – recuerdo que la corregí enojada.

- Ella tendría otras amigas distintas a ti. Tú te juntas con niños y niñas; ella tiene que juntarse con sus...

- ¡Pero si le di agua en el invierno! ¡Yo la cuidé! – insistí casi llorando.

- Y fue muy bonito que le dieras agua, hija, y que le hicieras compañía. Pero no puedes hacer nada más.

No me quedó otra más que obedecer a Lucero. Fui a comer, y por la tarde hice mi tarea, pero a pesar de que hice muchas cosas, no podía dejar de pensar que mi mamá podría tener razón con eso de que mi amiga anduviera con... ¡sus amigas!

Esa noche, cuando comencé a rezar antes de dormir, a mi Ángel de la Guarda le conté lo que mi mamá me dijo.

- Esa puede ser una razón, Laura, pero te voy a decir una cosa. Lo que aprendiste hoy en la escuela, puede llevarte a encontrar a tu amiga – me advirtió el ángel; y luego le respondí:

- ¡Pero si hoy no aprendí nada! Me quedé sin recreo por eso mismo, por no aprender las partes de una oración.

- No me refería a eso – respondió riendo -. Es importante, sí, que aprendas a leer bien, y a escribir también. Pero lo que descubriste de José también es muy valioso.

- ¿Y cómo sabes tú lo de José? – le pregunté.

- Porque soy tu Ángel guardián. Y siempre estoy contigo, aunque no me veas.

Eso yo no lo sabía, y entonces me atreví a preguntar:

- ¿Todos los niños tienen a su Ángel Guardián?

- ¡Sip!

- Entonces. ¿Puedes hacerme un favor?

- ¡Claro! – aceptó feliz el ángel.

- Puedes preguntar al Ángel Guardián de José, ¿por qué está triste?

- ¿Lo crees necesario, Laura? – me respondió - ¿No eras ya una experta adivina?

- ¡Ay, ángel! Puedo adivinar algunas cosas que le pasan a la gente sólo viéndolas. ¿Y si no las veo? ¡Imagínalo! Sólo me queda meterme en sus cabezas para saber qué piensan y por qué están tristes.

- ¿Y crees que la tristeza está en su cabeza?

Esa pregunta hizo que me quedara pensando casi toda la noche, hasta que... ya saben qué sucedió después: ¡me dormí sin darme cuenta!

Antes, claro, me despedí y le di las gracias al ángel, pues me había dado otra pista.

Al otro día, casi pasó lo de siempre. Mi mamá me despertó. En la cocina me dio el desayuno, pero esta vez me pidió que yo misma hiciera mi lunch, y agarrara mi mochila de libros y útiles.

Luego, pasó algo más raro: ¡No nos fuimos en auto! Ese día caminamos hacia el colegio.

Yo iba muy contenta, porque era la primera vez que podía ir al lado de mamá, sin tener que llamar su atención haciendo travesuras.

Ya saben, cuando un adulto maneja un carro, atiende a todos los demás hombres o mujeres que están en otros autos, y no nos hacen caso.

Y bueno, sentí a mi “mami” tan feliz, que hasta me platicó un sueño que tuvo.

- Anoche soñé con tu papá, y me contó que a ti y a mí nos hará un regalo.

- ¿Desde el cielo se pueden enviar regalos? – la cuestioné.

- Eso no lo sé porque nunca he estado ahí – me respondió Lucero.

- ¿Y eso te hace sentir feliz, mamá?

- ¡Claro hija! Hace ya un año que tu papi no está con nosotras, pero si te has dado cuenta, a nuestro alrededor hay mucha gente que nos quiere y nos ha ayudado en muchas cosas.

- ¡No es lo mismo, m´a!

- Ya lo sé, Laura. Pero yo siento que no estoy sola porque tu papá viene por las noches a platicarme muchas cosas.

- ¡Nunca me lo dijiste! – la regañé.

- Hoy decidí que te lo contaría. Y ¿sabes qué me animó a compartírtelo?

- ¡“Nop”!

- En la mañana vi a tu amiga...

- ¡Volvió! ¡Ay, mama! ¡Y no me dijiste!

- Lo estoy haciendo ahora.
- ¡Pero yo quería verla!

- De regreso de la escuela la podrás ver.

- ¿Y cómo sé que ahí estará?

- Yo lo sé, porque vi algo muy lindo donde ustedes dos se conocieron. Quiero que sea una sorpresa, no te la cuento. ¡Tú descúbrela!

La charla se acabó de pronto. Sin darnos cuenta, ya habíamos llegado a la puerta de la escuela.

Le di un beso de despedida a Lucero, y luego la vi caminando de regreso a la casa. Iba alegre y con una sonrisa. De esas sonrisas que hacen que las mamás se vean bonitas.

Al llegar a la esquina, ya muy lejos de mí, ella giró para verme entrar a la escuela, y entonces al levantar su mano para despedirse de mí, la bolsa del mandado cayó al piso, y un señor que estaba cerca la levantó y se la entregó.

Se saludaron, y caminaron juntos como si ya se conocieran de tiempo antes.

Me dio gusto verla acompañada, y en eso estaba, cuando sonó la chicharra que anuncia que estaban por cerrar la puerta de la escuela.

Atravesé corriendo el pasillo, y de pronto, de no sé dónde, apareció José delante de mí.

Dio un paso para acercarse. Iba sonriendo y llevaba algo en la mano.

Me saludó pero me hizo una seña para que no hablara. Enseguida me enseñó una pequeña cajita de madera donde en tres de sus lados había muchos, orificios, y en otro había un hueco rectangular.

- ¡Huélela! – me invitó, y puso el cofre delante de mis ojos.

Acerqué la nariz a la caja y... ¡la olí!

- ¡Dulce! ¡Es muy dulce! – dije a José sin poder borrar mi cara de sorpresa.

- Es para ti. Ábrela hasta que llegues a tu casa. ¡Ah! Y cuando lo hagas, lee esta carta; también es tuya – me explicó.

Sin poder responder como yo quería hacerlo, le agradecí a José el regalo, y cuando estaba por meter la caja en mi mochila, me topé con la manzana que no me había comido un día antes, además del sandwich que yo misma había hecho esa mañana.

Los saqué y se los regalé a mi nuevo amigo.

No le pareció bien que me quedara sin nada, y me dijo que aceptaba sólo si los compartía conmigo.

Accedí, y durante toda la mañana y parte de la tarde en la escuela, estuve tentada en abrir la caja que guardé en mi mesa-banco.

Ese día habían sucedido cosas bonitas y me esperaban varias sorpresas más. Volvería a estar con mi amiga, abriría una caja con una dulce sorpresa, y leería una carta que me escribió José, que desde ese día, como les cuento, lo hice mi amigo.

Al terminar las clases, mi mamá fue por mí, y caminando de vuelta a casa le conté todo.

- Es un niño muy amable.

- Ya es mi amigo. Compartimos la manzana y el bocadillo que hice, y él me dio de su jugo y parte de su torta.

Mi mamá nunca me había visto tan contenta. Y para decir la verdad, yo tampoco me había sentido tan feliz como ese día.

- Me alegra verte así, Laura, pero debo darte una noticia. No he visto a tu amiga

- ¡Ay, no! Y ahora ¿qué voy a hacer?

- No te preocupes. Tienes mi permiso para esperar a que llegue.

- ¡Gracias, m´a! – le respondí al entrar corriendo a la casa rumbo al corredor que lleva al jardín.

Al llegar, me llevé una enorme sorpresa.

Todas las plantas habían abierto sus botones, y en el aire se respiraba el olor de las flores.

Por un instante me quedé admirándolas, y luego pensé lo contenta que se pondría mi amiga al ver el jardín.
Pasó una hora, y no llegó. Entonces, Lucero fue a encontrarme para decirme que tenía permiso de seguir ahí, ya que al otro día no habría clases.

- ¡Hagamos un picnic! – le dije a mi “mami”.

Ella aceptó, siempre y cuando al terminar, yo hiciera la tarea.

No podía negarme; además, hacía mucho que no me divertía tanto con Lucero.

Dejé mi mochila sobre el pasto. Saqué la caja junto con la carta de José, para luego salir corriendo detrás de mi mamá para ayudarla a sacar la comida.

Comimos y platicamos mucho, bajo las ramas del naranjo que nos dieron sombra.

Al terminar, Lucero me avisó que iría a trabajar un rato a casa de su “papi”, mi “abue”, donde tiene una pequeña fábrica donde hacen chocolates.

Le aseguré que yo estaría bien. Que esperaría a mi amiga, y mientras lo hacía, leería la carta de José, para luego investigar qué había dentro del cofrecito de madera.

Cuando mi mamá cerró la puerta para irse, salté hacia el pasto, y cuando iba a tomar la carta, me di cuenta que hacía mucho calor.

- Si no pones agua, tu amiga no va a llegar – me explicó mi Ángel de la Guarda.

Fue chistoso escuchar su voz en pleno día, pero me acordé que él siempre está a toda hora conmigo.

Por eso fui por la manguera. Abrí la llave del agua y en cuanto salieron las primeras gotas... ¡la escuché!

- ¡Ahí está! ¡Ahí está! – grité, y me di cuenta que estaba hablando sola.

Eso me avergonzó un poco porque un señor joven, vecino de una casa lejana, andaba en la azotea buscando una pelota.

El señor, se me quedó mirando con una sonrisa y me respondió gritando y moviendo las manos y brazos por lo alto de su cabeza. Casi no podía verlo, pero sí escucharlo.

- ¡Sí, gracias! – me respondió -. ¡Ya la encontré! – gritó desde lo alto.

Me eché a reír, y mientras el vecino bajaba por la escalera, sentí más cerca a mi amiga.

Me desesperaba no poder verla.

Busqué por todo el jardín, pero no la encontré. Decidí esperar a que apareciera sola.

“A lo mejor tiene pena porque sabe que estuve esperándola por mucho tiempo”.

Eso fue lo que pensé, y mientras hacía su aparición, creí que era hora de leer la carta que me había dado mi nuevo amigo.

Entonces, al agarrar el sobre que estaba sobre la caja, escuché un sonido.

Provenía nada menos que del cofrecito.

¡No podía creerlo! ¡Ni se me había ocurrido que mi amiga estuviera tan cerca!

Con mucho cuidado tomé la caja entre mis manos, y la abrí.

Casi me caigo de sentón al descubrir que en el interior estaba mi pequeña amiga.

Al verme, salió volando hacia la punta de mi nariz. Se detuvo por unos segundos a la altura de mis ojos y se quedó como flotando.

Parecía como si me estuviera reconociendo, pero entonces, cuando vio que el jardín estaba lleno de flores, la pequeña salió disparada de felicidad a revolotear sobre los ramos.

¿Ya adivinaron quién es mi amiga? ¡Claro! ¡Una abeja!

Estaba feliz como yo. Di muchos gritos de entusiasmo, y cuando me tranquilicé, vi que en el interior del cofre se veían unos huecos.

¿Saben qué era eso? ¡Un panal pequeñito! Los hoyitos eran celdas octagonales de cera que guardaban pequeñas gotas de miel.

No podía creer que eso fuera realidad.

Yo sé que la historia es un tanto rara, y es más difícil creerle a una niña de 6 años que tenga por amiga a una abeja.

Cuándo la conocí al principio, me causó algo de miedo verla llegar a la fuente del jardín porque... ¡no llegaba sola! Llegaba, como me dijo un día mi mamá, con sus propias amigas.

Era un pequeño enjambre como de 30 abejas.

Una era mi preferida, porque cuando volaba, el destello de los rayos del sol sobre sus alas producía muchos colores; como los que tiene el arco iris.

A ella la conocí el otoño del año pasado. Por eso leí mucho acerca de cómo eran las abejas. Descubrí que si no se les hace daño, ellas tampoco tienen por qué hacértelo.

También aprendí que producen miel, que viven en comunidades algo grandes, y que andan de flor en flor para recolectar néctar.

Entonces, se me ocurrió ayudarlas un poco poniendo azúcar al agua que llegaban a tomar en la fuente. Mi amiga estaba encantada.

Ella era muy especial. Y tan contentas estábamos las dos, que nunca nos dimos cuenta que el frío del otoño hacía que se secaran las flores del jardín.

Sus amigas, sin embargo, sabían que tenían que irse a un lugar donde hubiera flores.

Así pasaron los días, y a pesar de que cada vez se hacían más fríos, ella era la única que continuaba regresando a la fuente del jardín de agua endulzada por mí.

Un día, sin embargo, cayó una terrible tormenta. La pequeña no pudo salir volando a su panal, y entonces de una caja de cartón le hice su casa para que ahí descansara.

Le puse agua endulzada, flores y hierbas, y juntas esperamos esa tarde a que parara la lluvia.

El aguacero se prolongó, granizó durante la noche, y a la mañana del día siguiente el agua continuó cayendo.

Así contamos tres días, y éstos comenzaron a ponerse fríos; el invierno estaba llegando y el sol cambiando de posición cuando por fin dejó de llover.

Mi abeja ya no podía volver a su panal. Ellas se orientan con el sol, y como también había cambiado de sitio en el cielo, ya no sabía hacia dónde ir. Siempre volvía a su caja. Yo la cuidé, a pesar de que mi mamá me decía que podía hacerme daño.

Nunca lo intentó. Tampoco se me acercaba mucho que digamos, y yo evitaba, en lo posible acercarme muy cerca de ella.

Lo más que pude, fue tenerla a cinco centímetros de mi nariz, cuando la veía remojar sus antenitas en el agua azucarada, para luego volar zumbando por mi recámara hasta atravesar la ventana para ir al jardín, donde ya quedaban pocas flores.

Así estuvo conmigo varias semanas, pero yo sabía que la abejita, a pesar de tenerme a mí como su amiga, se sentía sola.

Un día, ella no regresó.

¡Pero José había hecho el milagro! ¡Ella estaba de vuelta conmigo!

No obstante la emoción, debía saber cómo supo José que yo tenía a una abeja por amiga. ¿Cómo llegó hasta sus manos?

Me di cuenta que la carta podía explicar el misterio.

La abrí y comencé a leer:

“Para Laura Villalpando Miranda:

“Hola, Laura” – comenzaba la escritura de la carta.

“Quiero contarte un secreto.

“Un “pajarito” me dijo que esta abejita es tu amiga. Ella llegó un día hasta mi jardín, donde tenemos un vivero con plantas y flores que mi papá vende en el mercado.

“Cuando la descubrí encima de una flor, la atrapé, porque las flores de invernadero no pueden ser tocadas. En eso, mi mamá apareció. Me dijo que la tuviera en un cuarto de la casa, y que hasta ahí llevara macetas con muchas flores para que la abeja pasara los últimos días del invierno sin hambre, protegida del frío, y así lograra sobrevivir hasta la Primavera.
“Mi papá me ayudó a hacer la caja que te di. A ella le gusta tanto, que hizo su propio panal.

“Como sabes, ya estamos en Primavera, y buscará a otras abejas que tengan su panal, o encontrará el suyo, de donde provino. Cuídala mucho por favor. También es mi amiga.

“Adiós. Laura.

“Tu amigo: José”.

Eso, queridos amigos, decía la carta. Pero el misterio se había agrandado mucho más. ¿Qué pajarito le dijo a José que la abeja era mi amiga?

Pensaba en eso, cuando entonces sonó el timbre de la entrada. Como Lucero no estaba en casa, corrí a preguntar quién era.

- ¿Quién toca? – pregunté.

- ¡Por favor, me pasas la pelota que se me voló? – escuché una vocecita de tras el grueso portón de madera.

- ¡Voy a buscarla! – respondí. Y mientras hacía la búsqueda entre los matorrales, escuché voces de adulto.

Era la voz de mi “mami” que iba llegando a casa, y que al parecer estaba acompañada de alguien.

Fui a recibirla pensando en pedirle ayuda para encontrar el balón, y entonces mientras Lucero abría la puerta, descubrí que del otro lado estaba... ¡nada menos que José! Así como el vecino que había visto en la azotea.

- ¡Laura! – dijo mi mamá con una gran sonrisa.

¡Qué bueno que estás aquí! Quiero presentarte a Jorge. Él es un buen vecino que vive cerca de aquí. En la mañana me ayudó a levantar la bolsa del mandado que tire.

Ah, y también quiero presentarte a José, su hijo.

- ¡Hola! – dijeron los dos al mismo tiempo.

- ¡Mucho gusto! - dijo José adelantándose unos pasos a su papá mientras me guiñaba un ojo.
Yo respondí con una sonrisa y el mismo gesto. Y mientras Jorge y Lucero entraban a la casa cargando varias macetas repletas de flores, José y yo fuimos a buscar el nuevo balón que su papá le compró, luego de que un “pajarito” le dijera que su hijo estaría por hacer un gran obsequio.

- ¿Cómo supo tu papá que me devolviste a mi amiga? – le pregunté a José en voz baja.

- Se lo dijo mi mamá en un sueño, Laura – reveló su secreto José, y me explicó -. Hoy la soñó. Desde el cielo le avisó que yo iba a dar una dulce sorpresa a una niña que... no tenía papá.

Al escuchar esto, sólo me restó sonreírle a José.

El tiempo pasó, y nos hicimos tan amigos, que hasta podíamos adivinar sin vernos, qué cosas agradecíamos a nuestros ángeles de la guarda: Ser parte de una familia en la que la mamá de ambos se llama Lucero, y el papá Jorge; que todos juegan con Kodiak, un perro al que si le chiflas, luego, luego, dando saltos y ladridos llega a ti moviendo la cola, y que tienen una amiga que hizo su propio panal en el interior de un invernadero, para que durante los meses fríos de invierno, siguiera produciendo dulces sorpresas junto con sus amigas abejas.

Desde entonces, toda la familia regala frasquitos de miel de ese panal a quienes adivinamos, necesitan endulzar un poco su vida por las tristezas que tienen en sus corazones, porque: no siempre se puede ganar algo. Ni tampoco puede uno ver sólo cosas bonitas que lo hagan sentirse feliz; aunque... con una pequeña y dulce sorpresa... siempre podrán vivir bien.


FIN


Por Joel Nava Polina
Derechos de Autor:03-2004-081713200300-01
De la obra: Tierra Encerrada
México D.F.