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Letra Libre de Joel Nava Polina

Tierra Encerrada

Tierra Encerrada Dicen que mi piel, es casi del mismo color a la corteza del árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque.

Yo no sabía a qué se referían con eso. Porque a pesar de que vivo en el campo, a un lado de la montaña Magnolia, nunca había entrado en la espesura para conocer ese árbol.

Vivo con mis papás, en un pueblito en el Estado de México.

Eso sí sé, porque en la escuela donde voy, mi maestro me ha enseñado que cuando escriba una carta, o llene una hoja de mi cuaderno para dictarnos algo, ponga en la parte superior la fecha de ese día.

Entonces, por ejemplo, tengo qué escribir: “Naucalpan, Estado de México, a 23 de junio de 2004”.

Sé escribir porque ya cumplí 9 años, y ni así, mis papás me dejan ir al bosque.

Dicen que es peligroso. Pero más miedo me da escuchar el ruido de los carros que pasan por la carretera que está muy próxima, y que une a Toluca, la capital de este estado, con la Ciudad de México.

Ese lugar está muy cerca de mi casa, pero no imaginaba cómo era.

Un día, sin embargo, antes de conocerla en persona, descubrí que por las noches la gente de allá se alumbra con focos.

En mi casa no hay luz. Y no es porque no queramos tenerla, porque hay postes cerca que la llevan dentro de cables, como una vez me explicó mi papá.

Él dice que es bueno no tener focos encendidos, porque así los animales que hay en el bosque y viven en sus árboles pueden dormir bien.

Yo estoy de acuerdo con eso, pero no comprendía porque la luz de la ciudad siempre estaba prendida toda la noche. Es que, ¿no hay animales ahí?

La primera vez que vi las luces de esa ciudad, fue un día en que mi “mami” me pidió cerrar la puerta del corral de las gallinas.
¡Ay, mi mamá!

¡Se le había olvidado atrancarla!

Y creyendo que yo ya podía encargarme de esa tarea, me mandó, sin darse cuenta que, era la primera vez que me dejaba estar solo cerca de la casa; ¡en plena oscuridad!

Mi papá, que escuchaba todo, descubrió que me daba un poco de miedo ir.

Esa noche no había luna. Así es que Ciro (así se llama mi papá; pero le dicen “Don Ciro”, porque es un hombre alto y serio, pero muy bueno), me dio su lámpara de pilas que usa cuando sale de casa por la noche.

Al ver que me acercaba a la puerta, él se levantó del sillón y fue hasta mí.

Me dio una palmada en el hombro y me enseñó a usar el tubo de luz.

Afuera estaba muy oscuro. No había luna, como les dije antes, pero mi papá esperó a que yo aprendiera a manejar el aparato.

- Dirige la luz hacia el piso, para que veas con qué puedes tropezar en el camino – me advirtió, y luego me dio más instrucciones.

Mientras me explicaba esto, yo miraba los ojos de papá; su nariz, su frente, su boca y el color de su piel.

Su piel es morena, pero no tanto como la mía, y entonces pensé ¿qué tan oscura podía ser?

¿Tan negra como la noche? ¡No!

¿Tan oscura como la cueva del río? ¡Tampoco!

En casa no había espejos. Y el reflejo de mi cara sólo la podía ver en uno que es de agua de lluvia; el que se forma en una pileta que hay en el patio.

Ahí puedo verme mi cara. Pero... también el cielo.

Otras veces miro las nubes, o las estrellas; y cuando hay mucho aire, ondas de agua que hacen que mi rostro se vea chueco.

La cosa es que nunca lograba ver bien el color de mi cara.
Lo que sí puedo ver fácilmente, es la piel de mis brazos.

Es morena; morena oscura. Y la de papá, pues... es más clara.

Hasta ese momento me fijé bien. Pero creo que era el momento menos adecuado para hacerlo.

Mi “papito” me estaba diciendo cosas importantes y yo no le prestaba atención.

Se me olvidó que yo estaba a punto de salir.

Una aventura me esperaba.

¡No sé cómo se me ocurrió estar mirando a mi papá a la luz de las velas que mamá enciende cuando oscurece dentro de casa!

Así estuve observando a papá, y cuando se dio cuenta que no le estaba poniendo atención, me ordenó:

- ¡Sal! ¡Y no te tardes! Ya sabes cómo usar la lámpara.

Yo me asusté, porque estas órdenes las oí como si vinieran desde muy lejos.

Esto me ocurre cuando no pongo atención a lo que me están diciendo. Y siempre pasa que olvido cosas importantes que me advirtieron.

- ¡Ay, ay, ay! ¡Otra vez estás en la luna, Damián! – dijo mi mamita.

Yo nunca había estado en la luna. Pero enseguida me explicó que eso significa que me quedo pensando cosas más importantes para mí, que lo que mis papás, mi maestro o gente grande me están diciendo.

En fin, creo que eso les pasa a todos los niños que tienen aventuras.

La cosa es que obedecí a Don Ciro.

Salí de la casa, y la puerta se cerró detrás de mí.

Encendí la linterna y entonces caminé muy despacio sobre el piso de tierra mojada por la lluvia.

En estos tiempos de Primavera, cae mucha agua aquí.

Es un lugar alto que está en medio de las montañas, y por eso también bajan muchos arroyos que mojan la tierra cercana a donde vivo.

Y bueno, les cuento que ya había encendido la lámpara.

Apunté su luz hacia el piso, como mi papá me advirtió, pero enseguida se me ocurrió levantarla para ver que había a mí alrededor.

Esto lo hice, porque vi cosas muy extrañas que no había visto antes en los alrededores de la casa, cuando están sin luz.

Descubrí que los objetos que conozco muy bien, como la cerca, o el pozo, se veían muy feos si no estaban alumbrados.

Nadie sabe cómo se pueden ver las cosas si les quitas la luz.

Unas pueden verse horrible; y otras, parecieran no tener la forma como uno las conoce.

Mejor se los explico:

El corral, sin luz se veía enorme. ¡Grande, grande, grande! Y oscuro. ¡Muy oscuro! A pesar de que es pequeño y con la luz del día se puede ver todo su interior porque es de malla metálica.

Conozco muy bien mi casa y sus alrededores. El patio, la pileta, el solar, el pozo, el granero, el corral de gallinas y los terrenos donde encerramos al ganado. Pero nunca ¡nunca, nunca, nunca!, había visto que la noche hiciera que todo se mirara distinto.

Y tan distintas eran las gallinas que alumbré, como sus ojos, ¡llenos de reflejos rojos!

No sabía que de noche se les viera de ese color. Lo descubrí cuando una de ellas abrió uno solo. Me observaba fijamente de arriba para abajo.

Me dio miedo, pero enseguida reconocí que era “Clota”. La más vieja de las gallinas.

Me reí solo.

Nadie me escuchaba, ¡claro!, y para darme valor comencé a silbar.

¡Nunca lo hubiera hecho!

Enseguida sentí que algo se acercaba corriendo hacia mí.
El piso retumbó bajo mis pies, y me “hice chiquito, chiquito”, como se dice.

Cerré los ojos, y entonces di un salto como de conejo.

“Caricia” había llegado hasta mí.

Ella, es la enorme perra ovejera que tenemos en casa.

Es fea como un espanto. Y como ella lo sabe, siempre se acerca a nosotros para que la acariciemos. Así, ella no se siente tan mal. ¡Pobre! Por eso le llamamos “Caricia”, al menos tiene bonito nombre.

Y bueno, la cosa es que la perra llegó y puso sus patas en mis hombros. Por eso caí junto con ella al piso al resbalar mis pies en el suelo mojado.

¡Comenzó a lamerme la cara!

La acaricié un poco, y entonces ladró muy fuerte. ¡Eso despertó al resto de las gallinas!

Se pusieron a cacarear muy asustadas y yo me puse más nervioso.

Entonces, dirigí la luz de la linterna para mirar hacia la puerta del corral.

Descubrí que las gallinas estaban a punto de salirse.

Me levanté del piso, y corrí hasta la puerta para cerrarla.

¡Llegué tarde!

El gallo se había salido del corral.

Saltó para escapar al techo de la cabañita de madera.

Al darme cuenta que no podía dejarlo ahí, porque podía comerse las plantas de mi mamá, decidí trepar por las tablas de una pared del corral, para, estando arriba, ¡atraparlo!

Para subir, puse un pie sobre una tabla, y el otro, lo coloqué en otro madero más alto, pero en eso, ¡me acordé que no había cerrado la puerta!

Regresé rápidamente para atrancarla.

Le di un empujón que creí bastaría para cerrarla y cuando advertí que todas las gallinas estaban dentro de su corral, subí al techo y agarré a Kike, nuestro gallo rojo.

Ni se dio cuenta quien lo atrapó; en la oscuridad estas aves no ven bien.

Entonces... ¡sucedió algo terrible!

Cuando estaba a punto de bajar del tejado, la lámpara se me cayó al piso de tierra, y... ¡ me quedé a oscuras!

Me asusté mucho, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la poca luz que había, me di cuanta que a lo lejos, en el cielo, se veía un destello de luz anaranjada.

El resplandor se veía por donde sale el sol.

Era ¡grande, grande! Y parecía que palpitaba. Pero estaba lejos, muy lejos.

Como cuando alguien de por aquí hace una fogata en la noche, y desde una gran distancia puede ver uno el resplandor de las llamas anaranjadas.

Esa imagen hizo que me quedara quieto.

Me quedé ahí, mirando y escuchando.

Imaginé... muchas... muchas cosas.

Cosas como: ¡Que ese reflejo debía tener vida! ¡Que debía estar muy caliente! ¡Que el sol decidió hacer que amaneciera antes que la noche terminara!

Pensé muchas cosas.

- ¡Baja ya de ahí, Damián! – gritó Don Ciro.

¡Ese sí era Don Ciro! Serio, con un tono grabe en su voz.

Estaba enojado, pero no más que yo, porque cuando me gritó, hizo que soltara a Kike.

- ¡P´a! ¡Espantaste al gallo! – grité.

- ¡¿Y por qué se te escapó¡? ¡Explícame qué haces allá arriba mientras las gallinas andan sueltas?

- ¡Ay, no! ¡Cerré mal la puerta! ¡Voy a tener que ir por ellas!

- ¡Yo te ayudo! Pero baja inmediatamente de ahí – me ordenó.

Luego de ayudarme a bajar, hice lo mismo que mi papá: ¡Correr tras las aves para agarrarlas y meterlas al corral!

La luz de una gran lámpara de metal que llevaba papá nos ayudó a encontrarlas velozmente.

¿De dónde había salido esa luz?

No lo adivinaba; entonces, le pregunté a mi papá.

- Esa luz – me explicó – es de un reflector de emergencia que tengo a la mano.

Está conectado a la corriente eléctrica del poste.

- ¿Es para emergencias como esta?, ¿cuando las gallinas se escapan? – le pregunté.

Mi papá rió mucho con la pregunta que hice.

Don Ciro se fue, y apareció nuevamente Ciro, mi buen papá.

- En realidad no es una emergencia lo que acaba de ocurrir, pero tu mamá me pidió que viniera por ti.

Te tardabas mucho en volver.

Luego, escuchó que “Caricia” ladraba, que las gallinas hacían mucho ruido, y luego oyó que algo caía al piso.

No culpes a tu mamá por sentirse preocupada.

- No la culpo. Gracias, “p´a”. Sin tu ayuda, y sin la luz hubiera sido más difícil encontrar a las gallinas.

- ¿Y qué hacías allá arriba?

- Subí por Kike, pero me quedé mirando el cielo.

¿Ves por allá, a lo lejos? Se ve anaranjado, como si fuera el amanecer.

- ¡No veo nada! – respondió.

Y tenía razón. La luz había desaparecido. Era todo un misterio para mí.

Me quedé callado.

Ayudé a mi papá a atrapar a Kike, y cuando terminamos apagó la luz del reflector que llevaba porque estaba muy caliente y se estaba quemando las manos.

- ¡Ahí está la luz, p´a! ¡Ahí está! – le grité.

Entonces, “papi” volvió a encender el reflector, y en ese momento el color naranja desapareció.

Quedé sorprendido.

Pensé un poco lo que había pasado y luego dije:

- Oye, “p´a”... ya sé qué pasa.

Cuando prendes el reflector, la luz naranja desaparece – le advertí.

Mi papá puso cara de que ya entendía lo que le estaba diciendo yo, y me explicó:

- Cuando apago el faro podemos ver la luz del fondo en el cielo, porque así dejo que todo esté oscuro.

Pero cuando la enciendo, nuestros ojos no nos dejan ver mas que la del reflector, y la luz anaranjada se apaga, aunque siga ahí, donde la vemos.

No te preocupes – terminó su explicación dándome una palmadita en un hombro; pero, como me quedé con una duda, enseguida se la hice saber:

- ¿Puedo preguntarte algo “p´a”? – y con su cabeza me dijo sí.

- ¿De dónde viene esa luz?

- De la ciudad de México.

- ¿Y por qué hay luces de noche ahí?
- Porque la gente necesita ver.

- ¡Y los árboles, y los animales que ahí viven!

¿No hay bosques en la ciudad? – le urgí finalmente a que me respondiera porque, mientras esperaba, algo muy feo sentía en mi corazón.

Mi “papito” no respondía. Se quedó callado unos minutos.

Me di cuenta que no quería responderme, y cuando pensé en insistir, me explicó con una voz muy triste:

- No, hijo... no hay bosques como aquí. Lo siento.

- ¡Entonces yo no te acompaño!– dije enojado mientras agarraba del piso la lámpara que me había prestado.

Corrí hacia la casa y dejé que papá llegara solo hasta la puerta, que por supuesto, ¡le cerré!

¡No podía creer que me estuviera engañando!

Yo había aceptado ir con él a la ciudad... ¡siempre y cuando hubiera bosques!

Además... ¡ese sería mi primer viaje! ¡Qué viaje podía tener así!

¡Ay! ¡Me sentía muy mal!

Eso recordaba, estando parado frente a la puerta desde el interior de la casa, cuando entonces escuché cerca las pisadas de mi papá.

Estaba del otro lado, fuera de la cabaña.

Corrí entonces hacia mi recámara y me tapé con las cobijas de la cama.

¿Y mi mamá?

No hizo nada para evitarlo.

Me vio correr frente a ella, y, supongo, puso cara de tristeza porque no le di las buenas noches, ni tampoco cené la rica comida que nos preparó para la merienda .

Desde lejos, pues, escuché que María - así se llama mi mamá -, le preguntaba a Don Ciro por qué yo estaba enojado.

En voz quedita escuché que papá explicaba lo siguiente, luego de haber atravesado la puerta para entrar a la casa:

- Le he dicho la verdad... Mary.

- ¡Ay, pobrecito...! – se compadeció mamá; pero enseguida le advirtió a papá:

Tienes que hablar con él... para que comprenda, y por favor... ¡no vuelvas a mentirle! – suplicó.

Después de escuchar esa conversación en voz baja, se hizo un gran silencio.

Mis papás callaron, pero alcanzaba a escuchar sus pisadas que se dirigían hacia la cocina; o bien, hacia su recámara.

Me quedé pensando qué estarían haciendo; pero mientras lo hacía, alguien llegó sorpresivamente hasta mi cama.

- Tienes que comprender... - escuché una voz que no identificaba porque mi cabeza y oídos estaban cubiertos con la almohada y las cobijas.

La voz la oía hueca y blanda. Sin forma, si así puedo explicarlo.

Entonces, quien llegó hasta mi cama se sentó junto a mí. A un costado, y luego, se quedó quieto, muy quieto.

En la oscuridad, y sin poder oír bien, adiviné que era Mary quien estaba junto a mí.

El peso de su cuerpo es muy liviano, no como el de Don Ciro, que es distinto cuando se sienta sobre mi cama.

Esto lo sé, porque cuando él se asienta en el colchón, se hunde, y mi cuerpo resbala hacia el hueco que forma su cuerpo; así, termino hundido junto con él. Es chistoso, eso, porque no puedo evitarlo.

- Tu papá no sabe como disculparse por no decirte antes la verdad... sobre la ciudad, hijo.

Hace mucho tiempo que espera llevarte ahí; pero también tenía miedo explicarte que ya no hay bosques en ese lugar... como antes.
- Supongo que mañana te dirá qué pasa.

Ahora duerme, porque tienes que levantarte muy temprano para acompañarlo.

¡No puedes rehusarte!

Sabes que es una tradición familiar muy importante ir acompañado por primera vez a la ciudad – me explicó en voz baja y enseguida se fue.

Recordé entonces “ésa” tradición familiar:

Mi abuelito fue quien acompañó a papá a la ciudad por primera vez; porque el papá de mi abuelito también lo había llevado; hacía ya mucho tiempo antes.

Además sabía que mi papá me revelaría un secreto; “ésa” era otra parte de la tradición.

Al recordar eso, decidí no enojarme. ¡Acompañaría a mi papá!

Entonces, me acomodé de cucharita sobre la cama, y me dormí.

Soñé entonces.

Yo sueño mucho, y sueño cosas muy divertidas; pero esa noche tuve uno muy extraño.

Primero, vi a papá salir por una puerta de madera, y cuando llegaba hasta a mi, aparecía el árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque - a pesar de que no lo conozco -, y entonces ¡me decía esto!:

- La tierra que llevarás es mía, es “Tierra Encerrada”. Tierra mágica que guardo bajo mis raíces.

Tú descubrirás cómo ocuparla. Pero acompaña a tu papá al viaje.

Haz caso a lo que él te diga – me pidió con suavidad.

Entonces, en el sueño apareció de pronto mi abuelito.

Estaba sentado en el piso.

Arrojaba... ¿piedras?... hacia el interior de la cueva del río, a un lado del árbol más viejo del bosque, y de donde mi “p´a”, con una pala, sacaba tierra con una pala, para luego formar un promontorio.
Cuando “abue” me descubrió, levantó su mano para saludarme, al igual que mi papá, pero como yo estaba muy lejos y la caída de agua de la cascada donde lava la ropa mi mamá hacía mucho ruido, no escuché lo que me decían.

Yo les pedía que hablaran más fuerte pero tampoco me escuchaban.

Así estuvimos un tiempo, gritándonos, hasta que de pronto mi mamá fue a la recámara a despertarme.

Lo primero que hizo al verme, fue soltar una risita.

Yo no entendía nada. Pero al ir despertando, me di cuanta por qué estaba sonriente.

La posición de mi cuerpo sobre la cama, estaba completamente puesta al revés.

Donde van los pies estaba mi cabeza. Y sobre la almohada estaban descansando mis pies.

¡Qué noche!

No tuve mucho tiempo para pensar en lo que había soñado.

Mamá ya estaba llenando la tina de madera con agua caliente que hay en la recámara; quería que me bañara.

Yo siempre me baño rápido, pero con ayuda de “mami”, esa vez fui dos veces más veloz.

La casa estaba a oscuras todavía. Eran las 3 de la mañana del sábado 26 de junio del 2004, y el sol, aún no alumbraba el cielo.

- ¡Apúrate en vestirte!

Tu papá ya sacó la carreta y puso las bridas a la yegua.

- ¡Se llama: Mar-ga-rita, m´a! – le recordé, pero puso esa misma cara que siempre pone porque le disgusta que a los animales de la granja les ponga nombres de personas.

- ¡Como sea! ¡Apúrate! ¡Y cúbrete bien! ¡Está lloviznando y hace mucho frío!

Tu papá ya no va a entrar. Ya me despedí de él. Así es que, ¡por favor!, llévale tú su morral.

¡Ah! ¡Y no olvides el tuyo!

Hay comida, hilo cáñamo y la aguja de canevá – terminó de hablar y me dio un beso en la frente.

Esas palabras las escuché, como dice mi mamá, cuando ando en la luna.

Y de plano andaba ahí, jugando con su conejo, porque de repente vi a mi papá que me miraba fijamente y con la boca cerrada.

Eso me angustió y cerré los ojos, pero al parpadear pasó algo raro, vi a Don Ciro entrando por la puerta de madera negra.

Eso me asustó.

Abrí los ojos y entonces descubrí que “papito” estaba bajo la lluvia, sentado en el sillón de la carreta.

El agua le escurría por el sombrero y la manga de hule amarilla que siempre usa y lo cubre desde los hombros hasta los pies.

Mi mamita había desaparecido, y yo me encontraba muy cómodo bajo el pórtico, sin que el agua me tocara.

Luego entonces, di un brinco.

¡Casi toco el techo del susto cuando mi papá me llamó!

- ¡Damían! ¡Damían! – gritó con todas sus fuerzas -. ¡Súbete, a la carreta! – ordenó.

Esto lo dijo, cuando ya había echado a andar a Margarita.

La yegua, mi papá y la carreta se alejaban rápidamente de la casa.

Entonces salí corriendo detrás de ellos para no perderlos en la oscuridad de la madrugada.

Ni tiempo me dio para pensar por qué volvía esa imagen de mi sueño donde papá entraba por una puerta.

Tuve que caminar lo más rápido que pude tras el carretón, mientras me iba guiando con las huellas en el lodo que dejaban las ruedas sobre el camino.

Y a pesar de que la lluvia no me permitía ver bien los objetos en la oscuridad, en unos instantes adiviné que estaba muy cerca de la parte trasera de la caja.

Apuré el paso, me preparé... y ¡di un salto!

Caí sobre los costales de tierra que mi papá vende cada sábado en la ciudad.

- ¡Ay, Damián! Acabas de romper un costal – se quejó Don Ciro cuando sintió mi peso sobre el carro.

Reí sin que me escuchara, porque me acordé cuando yo me hundo al sentarse él en mi colchón.

Y, bueno, a todo esto... tenía razón mi “p´a”.

Al caer sobre los bultos hice un agujero en uno de ellos.

La rodilla de mi pierna derecha estaba hundida en la tierra, pero no era lodosa, porque esa tierra es a la que llamamos “Tierra de Hoja”.

A la que llamamos “Tierra Negra”, tampoco hace lodo; es distinta, pues cuando se mezcla con el agua... como que se aplasta y se queda así, aplanada.

La cosa es que el costal de “Tierra de Hoja” amortiguó mi caída, y por eso no me di cuenta cuando el costal se rasgó.

Sólo mi papá, que tiene muy buen oído, supo que se había roto la tela.

- Tienes que aprender a diferenciar los sonidos... ¡cuando hay otros que son más fuertes! – me dijo gritando mientras un relámpago surcaba el cielo que iluminó el camino, y que inmediatamente rompió en un ruidoso trueno.

El rayo puso nerviosa a Margarita. Relinchó pero mi papá la controló:

- ¡So, Marga! ¡So! ¡No pasa nada! Esta es la última vez que vas a la ciudad – explicó a la yegua como si entendiera español.

- ¿Por qué ya no la vas a llevar más a la ciudad? – pregunté a mi “apá”, mientras sacaba la aguja de canevá y el hilo de mi morral, para enseguida ponerme a remendar el agujero del costal.

- Llegando sabrás por qué ya no la llevaré.

- ¿Estás jugando a los misterios? – le pregunté.

No, Damián. Ya no juego a eso.

Mejor digo la verdad, porque si la oculto... puede que la gente se enoje conmigo – respondió guiñándome un ojo y a la vez sonreía.

Me di cuenta que eso lo había dicho por mí. Por el asunto de los bosques de la ciudad.

Yo también me alegré, y cuando terminé de remendar el costal, la lluvia dejó de caer.

Aún seguía oscuro, pero de pronto descubrí que en el cielo estaba el resplandor de luz anaranjada.

- ¡La luz, “p ´a”... ahí está otra vez la luz!

- ¡Cuando crucemos esa colina verás lo grande que es el resplandor, hijo! – me garantizó con entusiasmo.

Nuevamente tenía razón mi papá.

Al llegar a lo más alto del camino, la colina desapareció, y desde arriba ¡miré las luces de la ciudad!

No era una, como creía, ¡eran muchas!

¡Todas palpitaban!

Eran tantas, que no podía contarlas.

- Ahí llevarás la “Tierra Encerrada”. Tierra mágica... – me explicó mi “papi” mientras hacía una pausa para continuar, pero al darse cuenta que me quedé serio, sin hablar, esperó a que yo dijera algo.

Luego de tomar valor, intenté explicarle:

- Oye, “p´a”… eso que dices... yo lo soñé hoy – le dije en voz quedita.

- ¡¿Es posible?! – comentó.

Giró su cabeza y se me quedó mirando fijamente mientras se quitaba el sombrero con funda de plástico.

- Pero... – y dudó - en el sueño ¡quién te dijo lo de la “Tierra Encerrada”? – con urgencia me apuró a responder.

- El árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque – le expliqué en voz bajita.

- ¡So, “Marga”! ¡Soo...! – ordenó a la yegua.

Jaló las riendas y la jaca frenó su andar.

Me asusté mucho con la reacción de mi “papi“.

- ¿Cómo fue posible eso, hijo? - me volvió a preguntar asustado

Tú... tú ya sabes que es “Tierra Encerrada”, pero eso que me dices... que soñaste, es...

- Eso... eso soñé... “p´a”... no me regañas, ¡“porfa”!

- No lo estoy haciendo. Creo que no me expliqué bien.

No estoy enojado hijo, me asombra lo que me cuentas.

Esto... hace que el secreto que te iba a contar... ¡ya no sirva!

- Entonces ¿ya lo eché a perder?

¡Pero qué tonto soy!

- ¡No, espera! ¡Tampoco es eso! – me tranquilizó, y enseguida explicó algo genial:

Los niños de ahora son muy listos... yo no entiendo eso de los sueños; pero si soñaste que el árbol más viejo del bosque te habló sobre la “Tierra Encerrada”, es que... tú, Damián, tienes una misión muy importante qué hacer hoy en la ciudad.

- ... qué tan importante puede ser, que yo...

- ... más de lo que imaginas, hijo...

Lo que me has dicho es muy importante.

Desde hace muchos años, en la familia, esperábamos a que alguien soñara que el gran árbol le dijera que iba a llevar la “Tierra Encerrada” a la ciudad.

Si el árbol te habló en tus sueños, entonces también debiste ver a alguien de la familia en el sueño.

- ¿Cómo lo sabes? ¡Si no te lo he contado todo!

- Damián... eso es un secreto que nuestra familia guarda como un tesoro desde hace muchos años.

Antes que yo naciera, y que mi papá naciera, y el papá de él naciera, y así, por muchos años más los papás de toda nuestra familia nacieran, se conocía; y ellos contaban una historia a sus hijos, como ahora me toca contar a mí, porque yo soy tu papá – dijo orgulloso.

Esta vez, puse toda mi atención, no me fui a la luna. Me quedé en la tierra para escuchar lo que papá me contó:

- La historia, es acerca de un niño que por primera vez visita la ciudades, para... ¡nadie tiene muy claro para qué lleva la tierra! – reconoció, y luego aseguró -: Pero sabemos que hará mucho bien a sus pobladores.

- ¡Pero si yo jamás he visto una!

- Pues delante de ti está la más grande en todo el mundo.

Permite que termine de contarte la historia:

Mi papá, y su papá, y el papá de su papá, hicieron lo que hoy estoy haciendo contigo, hijo: contar cómo alguien de la familia, al ir a una ciudad, soñaría lo que tú has soñado, para... pues, eso nadie lo sabe, como te digo.

- Pero, ¿cómo voy a saber algo que no conozco “p´a”?

- Eso no lo puedo responder, porque nadie en la familia, antes que tú, había soñado lo que soñaste.

- ¡Entonces...?

- Entonces, ya no tengo nada más que explicar.

De ese tema, nada.
Nada, hijo.

Esa también es parte de la historia.

Es raro esto... pero así va la tradición.

Solo, tú vas a encontrar lo que debas hacer.

Ya luego podrás contar a quien quieras lo que pasó – terminó de explicar alegremente, y luego de darme una palmadita en el hombro mi papito ordenó a Margarita a seguir cabalgando.

De esta forma, ni mi papá, ni yo, dijimos nada más durante un buen rato; pues además, yo no tenía nada más que preguntar, a pesar de que al llegar al camino asfaltado de una gran carretera, tenía muchas cosas qué preguntar; viéndome sorprendió por todos los carros y camiones que circulaban rumbo al Distrito Federal y que pasaban muy cerca de nosotros.

Luego, al bajar la carreta por ese camino, entroncamos con otra calle más grande.

Ahí, puse mucha atención en las casas y los edificios, y lo que los edificios tenían en lo alto.

Leía con atención muchas frases escritas en paredes y grandes cartelones que los iluminaban tubos de luz blanca.

- Ésos, son anuncios, hijo. ¡Todo se anuncia aquí en la ciudad!

Los postes ya los conoces, pero estos que hay aquí, tienen focos en lo más alto para iluminar la calle – explicó señalando una hilera de palos de metal pintados de verde, cuando apenas si estábamos bajando a la mitad de la sima del camino.

Tan sorprendido estaba yo, repito, que no me había dado cuenta que todo estaba lleno de focos.

La mayoría resplandecía luz de color naranja, como el fuego; pero también había luces azules, rojas y unos tubos largos que desprendían luz blanca; otros, azulada; o morada con verde.

Miraba todo aquello con la boca abierta, pero mi alegría se fue al descubrir que no se veía ningún árbol.

- ¿Quitaron árboles para poner postes, “p´a”?

¿Son mejores los postes que los árboles?

¿Por qué no hay árboles?

¡No hay plantas!

Y ¿el pasto? – pregunté una y otra vez, pero mi “p´a “ no decía nada.

Entonces, me di cuenta que había algo mucho peor que ver sólo postes: ¡no había tierra por ningún lado!

Y la poca que se podía ver, ¡era polvorienta!, ¡sucia!

Se le veía arremolinada en huecos cuadrados que había en el piso; metida en en lo que, me dijo mi “papito”, eran banquetas hechas de concreto donde la gente camina; porque por las calles sólo pueden andar carros.

En esos huecos cuadrados había polvo y basura, pero también se veían troncos chuecos y retorcidos de plantas y arbustos muertos.

- ¿Eso son las jardineras de las que me habías hablado, “p´a”?

¿Por qué las llaman jardineras? ¡Si no tiene nada que pueda haber en un jardín!

¡Ni siquiera ese polvo amarillo es tierra!

¡Ay, “p´a”! ¡Esto no me gusta! – le dije enojado.

Don Ciro estaba callado. Aunque, de poder hablar, sé que no me iba a responder absolutamente nada sobre “éso”.

Ya me lo había dicho antes: “De ese tema, nada”.

Cerré mi boca y durante el recorrido me puse a contar ¡toooodos los huecos que, llaman jardineras!

Eran muchos y todos igual de feos.

Ya me estaba cansando de ver que casi todas tuvieran polvo y basura.

Y entonces, cuando estaba a punto de quejarme otra vez con mi “apá”, descubrí que sobre la calle por donde íbamos - una muy estrecha, comparada a la gran avenida por donde antes veníamos -, se veía un gran árbol. De esos a los que llamamos Jacaranda.

Estaba lleno de flores. De trompetas. ¡De trompetitas lila!

Cuando mi papá se dio cuenta de mi emoción, detuvo la carreta poco antes de llegar a las ramas bajas del árbol.

Dio un brinco hacia el piso, se hincó, y recogió un puñado de flores lila mezcladas con pintas rojas.

Esas pintas, eran nada menos que “espaditas”, como yo llamo a las flores que da en racimo el árbol de Colorín, por lo que entonces me puse como loco a buscar uno.

Y ¿saben?, ¡rápidamente lo encontré!

Tan grande era, que no me había dado cuenta que estaba a un costado de la Jacaranda.

Mi papá volvió a donde estaba yo, y dejó caer sobre mi sombrero el puñado de flores.

Después de eso, en vez de quedarse conmigo, se alejó.

¡Me dejó solo!

Lo vi atravesar por una puerta negra hecha de madera de una casa enorme y blanca.

¡Ni adiós me dijo!

- ¿Qué papá tengo? – pensé -. ¿Así serán los papás de mis amigos? ¿Los dejarán solos en una carreta? ¿En una ciudad que no conocen? ¿En plena oscuridad?

- ¡Es hora de que nos entregues! – escuché una voz que no era la de mi papá y que se dirigía hacia mí.

Volteé mi cabeza hacia todos lados, pero no vi a nadie.

- ¡No lo vuelvo a repetir...! – escuché de pronto la misma voz, pero esta vez tenía un tono de advertencia - eso de “advertencia”, es algo así como un aviso de que, si uno no hace lo que te están pidiendo con amabilidad, la próxima vez que te lo soliciten - por no obedecer - te lo repetirán gritando y de mala manera.

A esas alturas, yo ya estaba asustado porque no reconocía de quién era la voz, pero decidí no hacer caso a la advertencia.
¡¿Qué otra cosa podía hacer?!

Mi “papito” no estaba cerca, y yo sólo hice lo que me han dicho siempre mis mayores: “No hagas caso de gente que no conozcas...”.

Por eso me quedé en el interior de la carreta.

Es más, me acurruqué en una esquina, y luego me tapé con los costales vacíos.

Aunque no fue la mejor idea.

Más bien, ¡fue un error! Pues al envolverme con esas cubiertas, un chorro de agua cayó sobre mi cabeza.

¡Me mojó todito!

No me había dado cuenta que los costales estaban en un charco de agua que se había formado en el piso del la caja.

- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! – se rió aquella voz.

- ¡No te burles!– respondí enojado a... ¡quien sabe quién!

Ahí, fue cuando me di cuenta que las palabras que oía provenían del interior de los costales.

- ¡Ya no me pises! – dijo entonces una voz de niña.

Abrí los ojos como plato y salté del interior de la caja hacia el pavimento.

Estaba muy asustado. Y cuando comencé a gritar, mi papá llegó de quién sabe dónde.

Me tomó por la cintura para cargarme y consolarme.

- ¿Qué sucede, Damián?

- ¡En el costal! !Hay alguien...! ¡Me habló una voz de niña! ¡O hay un niño en el costal, “p´a”! ¡Ya no sé!

- ¡No puede ser hijo!. Sólo hay tierra. Mira, ven. ¡Dime de cuál bulto salió la voz! – pidió que le dijera algo que no sabía cómo explicarle.

Mi papito estaba más asustado que yo, y cuando me di cuenta de eso, decidí tranquilizarme.

- ¡Olvídalo, ”p´a”! Creo que me quedé dormido y algo me asustó en el sueño – le dije una mentirita blanca para que se calmara.

- ¿Estás seguro que fue un sueño, Damián?

- ¡Dile la verdad! – escuché una vez más la voz, pero esta era distinta; era de niño.

Ya no pude responderle a mi papá. Pero él se dio cuenta que lo ocurrido podía ser parte de la misión que tenía yo al ir a la ciudad.

- Hijo, pequeño... – me dijo con suavidad al oído mientras me abrazaba – ¡yo te creo!

Creo todo lo que me dices, pero yo no puedo escuchar esa voz que tú oíste.

Sólo te puedo decir que si es necesario que volvamos a casa... ¡lo haremos! Si tú me lo pides.

- ¡Nos quedamos, p´a! ¡Nos vamos a quedar! – le respondí como nunca lo había hecho luego de quedarme calladito, pensando en su propuesta.

Sus palabras me habían hecho sentir seguro de que lo que estaba pasando no lo soñaba, y que además, estaría acompañándome, pasara lo que pasara en aquel día.

Entonces – Ciro, más tranquilo dijo al fin mientras miraba hacia los costales -, por favor estaciona la carreta frente a ese portal donde entré hace rato.

Papá me cargó hasta el sillón.

Me entregó las riendas y lo vi entrar nuevamente por la puerta tras la cual volvió a desaparecer.

Giré mi cabeza para ver sobre mi hombro, y noté que el costal de donde venía la otra voz, estaba completamente inmóvil.

Ahí fue cuando me di cuenta que la luz del sol aún no salía, pues desde donde estaba sentado, ni la luz de los postes me permitían ver bien el bulto.
Al asegurarme que no corría peligro alguno, guié a Margarita hacia el portón, y al irme acercando a la Jacaranda, me di cuenta que a pesar de que estábamos entrando bajo la sombra de sus ramas, había la misma cantidad de luz que en la calle - ¡y eso que no había un poste de luz cercano al lugar!

Ese descubrimiento me hizo ver otra cosa: En la calle donde estábamos había muy pocos árboles, pero las casas que los tenían frente a sus puertas, se veían distintas a las que no las tenían.

Es decir: Si en la casa del portón negro había una Jacaranda, y la casa que le seguía, no tenía ninguna clase de árbol, la de la puerta se veía con más luz, aunque fuera de noche y sin tener luz artificial, como sé que se dice a ese tipo de luz que produce la corriente eléctrica.

- Eso sólo lo puedes ver tú, Damián. ¡No estás soñando! – explicó la voz que se había burlado de mí al caerme el agua.

Esta vez, ¡si grité al bajarme de la carreta!

Como de rayo llegué hasta el piso, y corrí hasta detenerme frente al portal, dándole la espalda y mirando de frente a Margarita y la carreta.

Estaba más que asustado. Me quedé como piedra. Y del miedo, no podía moverme.

¡Alguien había adivinado lo que pensaba! Y eso, ¡me asustaba mucho!

- No te asustes, Damián – pidió otra vocecita distinta y que también provenía desde la caja de la carreta.

Esa voz diferente era de otro niño. Pensaba en ello cuando de pronto sucedió algo rarísimo.

Muchas vocecitas que provenían de la caja se unieron, y comenzaron a decirme:

- ¡No te asustes, somos tus amigos! ¡Tú estás hoy con nosotros para ayudarnos a liberar la “Tierra Encerrada”! – hablaron al mismo tiempo todos ¿los niños y niñas?.

No podía creer lo que escuchaba. Por eso decidí acercarme poco a poco hacia el cajón.

Margarita estaba completamente tranquila, y eso me dio ánimos para averiguar qué había dentro de los costales que mi papá vendía en la ciudad cada sábado.
Asomé la nariz sobre la caja, pero no descubrí nada que no hubiera visto antes.

Los costales estaban en su lugar.

Todo en orden y en silencio.

- ¡Damián! ¡Abre cualquier costal... y míranos! – otra vez dijeron las vocecitas.

Tan sorpresivo fue escuchar eso, como instantes después verme tirado en el piso.

Me había ido de espaldas al oír aquella orden, más todo lo que ahora les voy a contar que dijeron:

-¡Anda!

¡Apúrate!

¿Qué tanto esperas?

¡Damián!

¡Damián!

¿Estás ahí?

¿Te quedaste sordo?

¿Dónde te has metido?

¿Por qué no nos haces caso?

¡Nos abandonaste?

¡Damián!

¡Por favor!

¡No seas malito!

¡Ya nos cansamos!

¡Queremos estar afuera!

¡Ándale sí!

¡Por favor!

¡Ayúdanos!

¡Queremos salir de aquíiiiiiiiiiiii!! – y así continuaron un rato más, hasta que grité:

- ¡Uffffffffa!

¡Nunca había escuchado tantos quejidos en tan poco tiempo! - entonces, me acordé que en ocasiones... ¡yo soy así!

¡Ay, pobre de “mami” y “papi”!

Cuando hago un berrinche, me pongo así de necio, como esas voces que salían del interior de los costales de tierra, y de los cuales haría “Tierra Encerrada”.

...

¡Ups!!

Pero... ¡ahora que me acuerdo...!, ¡creo que ni siquiera les he contado qué es eso de “Tierra Encerrada”! ¿Verdad?

¡Ay! ¡Pero qué descuidado sooooooy!

¿Quieren que se los cuente ahora, o lo hago más adelante?

¿Alguien que esté leyendo esto, puede por favor responder a mi pregunta?

...

Mmmm... ¿qué haré? No escucho ninguna respuesta.

Bueno, hagamos lo que sigue: si alguno ha dicho que ya quieren saber qué es “Tierra Encerrada”, pero también hay muchos quienes quieran que abra los costales de tierra para que sepan qué hay dentro... ¡que levante su mano!

...

¡Ay! Creo que no funciona tampoco eso.
¡Qué hago!

¡Ayuuuuuuuuuuuúdenme!

Mmmm...

¡Ah! ¡Ya lo tengo! Voy a contarles qué es ”Tierra Encerrada”, y al mismo tiempo... ¡abro los costales de tierra!

¿Les parece bien?

De todas formas, ¡no son historias distintas!

Bueno, ahí les va:

Me levanté del piso y me acerqué a la caja.

Asomé la nariz sobre el bordo de madera, y... ¡analicé los costales!

Todo estaba en su lugar, pero también... todo estaba callado hasta que... trepé para subir al piso del cajón.

Caminé unos pasos sobre la tarima y ¡las tablas crujieron!

¡Eso era el único sonido que había!

Miré hacia todas direcciones, para ver si mi “p´a” estaba cerca, pero al no ver a nadie decidí abrir un costal.

De mi morral saqué unas tijeritas que uso en la escuela, de esas para cortar papel, y me quedé como un minuto cortando el extremo de un costal.

La tela era dura.

Me costó mucho trabajo meter una de las puntas redondas de la tijera; pero al lograrlo, hice un pequeño hoyo por el cual se veía un poco de “Tierra Negra”.

Enseguida, hice otro agujero de distinto costal; éste tenía “Tierra de Hoja”.

Metí mi manita en cada uno de los hoyos, y saqué un poco de tierra de cada bulto.

La puse sobre el piso, uno al lado del otro frente a mis rodillas.

Los dos montones se veían como cerros chiquitos.

Entonces, hice lo que me habían enseñado a hacer desde chiquito, pero con harina blanca y aserrín de madera: De la punta de cada montoncito, quité tierra, quedando entonces un hoyito.

Y esa tierra que quedó de cada punta, la puse en el hueco contrario de cada montañita.

Así, el pico de la montañita de “Tierra de Hoja” quedó con “Tierra Negra”, y la punta del cerrito de esa tierra, quedó con “Tierra de Hoja”.

Al ver el resultado, me acordé de los volcanes nevados.

Estos eran miniatura, y con puntas de un color diferente.

Para terminar, abrí mis palmas de las manos.

Las coloqué sobre cada montañita, y... ¡apreté cada montoncito de tierra contra el piso de la carreta!

Luego, cuando estaba así, cerré mis ojos y dije las palabras que me había enseñado mi papá: “... devuelvo la tierra que he usado, para que otros la disfruten...”

Así, hice por primera vez, ¡“Tierra Encerrada”!

...

¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Qué cara han puesto!

Les voy a explicar qué hice:

Esa tierra de la que hablo, se hace uniendo la Tierra Negra y la Tierra de Hoja, con... una tierra muy especial que... cada niño tiene en su alma; pero que poca gente grande sabe que también la tiene en su interior; aunque ya sea un adulto o un viejito, como mi abuelito.

Y ¿saben algo más? ¡Yo no sabía que hubiera tierra dentro de mí!

Cuando mi papá y mi abuelito me contaron eso, puse la misma cara que ustedes.

¡No podía creer lo que me decían!

- ¿La “Tierra Encerrada” es la que se me queda pegada en los pantalones cuando salgo a jugar al campo? – pregunté un día a mi “p´a” y mi “abue”.

Luego de reír mucho los dos por la pregunta que hice, ambos me contaron una historia:

- ¡Todos los seres humanos, formamos parte de la tierra!

- ¿Y cómo formamos parte de la tierra, “abue”?

“P´a”, me respondió:

- Si te das cuenta, Damián, nuestra casa, que está entre las montañas, está llena de cosas que alguna vez vivieron y tuvo contacto con la tierra.

Te pongo un ejemplo: La madera con que fue construida la cabaña, una vez perteneció a un árbol que vivía en el bosque y, ¿de dónde crees que se alimentaba, Damián?”

- ¡De la tierra! Pero también del agua y del aire – le respondí.

- ¡Exacto, hijo! – aplaudió mi “abue”.

Me explicaron entonces que, así como las plantas, las frutas, las verduras y todos los productos que comemos en la mesa usan la tierra para alimentarse y crecer, nosotros los comemos para hacer lo mismo: vivir y desarrollarnos.

Con los animales pasa lo mismo.

Hay animales que comen plantas, y luego nosotros nos alimentamos de su carne. Así es como llega a nosotros una porción de esa tierra que usó la planta, y por eso también nosotros pertenecemos a la tierra.

Esa, es ¡“Tierra Encerrada”!

En el mundo, la “Tierra Encerrada” es muy poca, y es muy importante, porque de ella dependemos todos los seres para vivir.

¿Cómo devolvemos esa “Tierra Encerrada” que está en nosotros, y que una vez la uso para vivir una fruta, una planta, un árbol, una legumbre o un animal?

¡Uniéndola con las diferentes tierras que hay!
Eso, me dijo “p´a”, “... lo sabemos desde hace muchos años”.

- Es una tradición – y luego me explicó:

Nosotros sabemos que el planeta es muy sabio, y ha colocado porciones de esa tierra especial en pocos lugares.

Así, nosotros podemos usarla

Lo malo... es que en el planeta hay lugares donde la tierra ya no tiene vida.

Plantar en esa tierra semillas de maíz o trigo, o cualquier cosa que sea un árbol, flor o planta... morirá; ¡porque ya no existe la porción de “Tierra Encerrada” que debiera tener!

- ¿Adónde se fue? – le pregunté; y “abue” le ayudó a responder:

Hay varias explicaciones, Damián.

Una de ellas, es que nunca la hubo en determinados sitios, como montañas pedregosas o algunos desiertos.

Otra, dice que ¡la gente se la terminó! – puntualizó enojado.

Y bueno, se preguntarán ¿para qué hay que liberar esa tierra?

Yo le pregunté a mis dos “papitos”, o sea a mi “abue” y a mi “papiringo"

¡Ja, ja, ja, ja! Así le digo a Don Ciro cuando quiero decirle que lo quiero mucho.

“Papi” me respondió:

- Es muy importante liberar la “Tierra Encerrada” que tiene uno.

Así, ayudamos a devolver al planeta lo que hemos consumido o usado durante muchos años, y que las plantas, los árboles, las flores, los animales y todo lo que hay vivo, necesitó para vivir... – en eso, “abue” continuó la idea de papá:

- ... y si las plantas o los animales no pueden devolver la poca tierra que el planeta le prestó, nosotros tenemos la obligación de hacerlo por ellos.

A todos los hombres y mujeres, chicos, bebés, grandes, o viejitos, el planeta y su tierra nos dan la oportunidad de vivir y crecer porque de ella nos alimentamos con sus frutos.

- Te voy a poner un ejemplo. ¡Con una planta! – dijo feliz mi “p´a” luego de pensar un poco.

Cuando esa planta está por irse, o sea, ya terminó su vida, cae a la tierra, y ¿se convierte en qué?

- En polvo... ¡En tierra! – expliqué.

- ¡Exacto, Damián!

De esta forma, la plantita que también tenía su propia “Tierra Encerrada”, la devuelve al planeta, porque cada planta, árbol, animalito, insecto, y todo lo que vive sobre el planeta, sabe que si no la devuelve, podría terminarse un día, y ya no habría más para los que apenas están creciendo o naciendo.

- ¿Y cómo hacen las personas para devolver su propia tierra? – dije con curiosidad.

Papá me comentó:

- Siendo bueno y cuidando la naturaleza; los animales, los ríos, las plantas, los árboles... todo lo que hay sobre la tierra y la toca; incluso, los mares, los ríos, el cielo y... todos los seres vivos que viven ahí.

Pero hay algo mucho más importante que hacer eso, hijo.

- ¿Qué es?

- Quienes vendemos tierra, hacemos algo muy sencillo que nos han enseñado nuestros abuelos; y a esos abuelos, les han enseñado hace mucho tiempo sus propios abuelos.

Lo primero, es dar a conocer este secreto que ahora te cuento.

Luego, tenemos por misión explicar a la gente de qué otra forma se puede liberar la “Tierra Encerrada”.

Desde niños, a nosotros nos han enseñado que es vital llevar Tierra de Hoja o Tierra Negra desde nuestras montañas, a lugares donde se está terminando, o ha quedado presa bajo piedra, ladrillo, concreto, asfalto, vidrio, y toda clase de materiales que se usan para construir algo donde viva la gente en las ciudades.

Así, la tierra que nos compre la gente y usará para plantar flores, verduras o árboles en macetas y jardines, en las plazas, en las casas o jardineras, podrá comunicarse con la “Tierra Encerrada” bajo esas casas o edificios.

Pero para eso, tenemos que hacer una pequeña ceremonia que ya te enseñaremos cuando por primera vez vayas a la ciudad.

- ¿Para qué hacer esa ceremonia “p´a”?

- Para comunicar a la tierra de la ciudad ¡que no desespere!

- ¿Esa tierra está triste, porque las plantas o los animales ya no la usan? – le pregunté.

- ¡Precisamente!

Está triste.

Por eso venimos cada sábado y domingo a tratar de vender algo de las tierras de nuestras montañas.

Nuestras tierras son diferentes, porque son tierras libres.

Eso explico a la gente que me compra.

Le comparto además, mis conocimientos sobre cómo hay que usarla; cómo sembrar en ella sus plantas; cómo cuidarlas, porque entonces, así será más fácil que la vegetación se encarguen de mandar a la “Tierra Encerrada” de la ciudad, el mensaje de que no entristezca ni desespere.

Aunque, sabes algo, Damián...

- No, “p´a”, ¿qué?

- A pesar de que es difícil que me comprendan, nunca dejaré de transmitirles que es muy importante que ellos también hagan saber a otras personas lo que ahora tú conoces

Uno nunca sabe, Damián... pero imagina si Diosito un día ordena al planeta que se la lleve porque sabe que nadie la ocupa para vivir.

- ¿Se la puede llevar a otro lado donde sí la utilicen, y nosotros quedarnos sin nada?

- Es probable.

Por eso, nuestra familia decidió por tradición llevar a vender cada sábado y domingo tierra para macetas y jardines a la Ciudad de México.

- Y ¿sabes algo más, Damián?

- No “abue, ¿qué? – acepté mientras mi papi me hacía señas de que escuchara muy bien a su papá.

- Nosotros no somos los únicos que vendemos la “Tierra de Hoja” y la “Tierra Negra”.

En otros lugares de México, y del mundo, hay gente que hace lo mismo.

Trabaja seleccionando la mejor tierra de sus bosques para llevarla a donde no hay; donde se la están acabando; o bien, la tienen encerrada...

- ¡Como en las ciudades!

- Así es hijo – aceptó mi “p´a”, y luego me enseñó, junto con mi “abue”, a hacer la ceremonia de las montañitas de tierra y las palabras que debía pronunciar.

Por eso, en la carreta, hice lo de los montoncitos.

Puse la “Tierra Encerrada” que llevaba dentro de mí. Y la uní con las dos clases de tierra que mi papi vende los sábados en la ciudad.

¡Ah!, pero saben algo más, también hice otra cosa muy importante: Escribí esta historia para que los niños como ustedes, y sus papitos conozcan el secreto de la “Tierra Encerrada”.

Que ¿por qué la escribí yo?

Porque yo, voy a la escuela; ya sé escribir, y por eso cuento con letras lo que me han enseñado mis papás y mi “abue”.

Además, como ya se dieron cuenta, ¡cumplí mi parte!

Devolví mi “Tierra Encerrada” para que la use otro ser vivo.

Aunque... saben otra cosa... me di cuenta que en la ciudad... muy poca gente se preocupa en tener y cuidar jardines y árboles.

Por eso, pensé:

Yo puedo devolver mi “Tierra Encerrada”, pero ¿qué caso tiene, cuando sólo un niño, junto con su “abue” y su papá, se preocupan por devolverla, si hay tanta gente que no la devuelve porque no sabe que debe hacerlo?

La ciudad, como el DF, y muchas otras, como Guadalajara, Monterrey, Toluca, Chihuahua, Torreón, Guanajuato y otras tantas, ¡tienen tapada su tierra!

Y la poca que hay, ¡nadie la usa!, ¡la descuida!, ¡no la quiere!

¿Llegará un día que el planeta decida llevarse la “Tierra Encerrada” a otro lugar, porque la que está bajó el concreto y las casas, los patios, el asfalto o las rocas, nadie la ocupa?

En eso pensaba, cuando entonces de entre los montoncitos de la tierra aplastada vi que algo se movía.

¿No se acordaban de eso?

¡Ay! ¡Pues qué despistados son!

¡Yo sí me acordaba de la historia!

Todavía no termino de contarla.

Falta que les cuente lo de las voces de los costales.

“¡Son lombrices! ¡Insectos!”, dirán ustedes.

Yo pensé y dije lo mismo, en voz alta.

Pero... saben algo, ¡estaba equivocado! Como también lo están muchos de ustedes.

Lo que se movía, ¡eran semillas!

¿?

Sí, ¡cómo lo leen!

¡Muchas semillas! ¡De todas las clases que hay en mi tierra!

Las conocía bien, porque de esas hay en mi casa, cerca de la montaña Magnolia.

- ¡Gracias por ayudarnos a salir! – dijo entonces una semilla café muy pequeñita, como esfera.

Fue fácil reconocerla.

¡Era una semilla de avellana! Con su sombrerito de punta en la cabeza.

Ese sombrerito entonces giró muy rápido, y ¿qué creen? giró aún más rápido, como una hélice.... hasta que... ¡salió volando por los aires!

- ¡Hola, Damián! – saludó la esferita haciendo una caravana.

Me quedé completamente callado.

- ¿No te enseñaron a responder cuando alguien te saluda? – me regañó una pepita de girasol.

¡Una pepita de girasol hablando! ¿Se imaginan?

Creo que no...

Bueno, se los explico: Su boquita y ojos estaban formados por sus franjas blancas .

- Por favor, no te asustes... – me pidió con una voz aguda y chiquita otra semilla... ésta, era nada menos que ¡un piñón!

- ¡Abre bien los ojos y míranos! – me ordenó al final una piña de pino que asomaba por el agujero del costal de “Tierra de Hoja”.

Abrí más mis ojos, y entonces me di cuenta que la tela de todos los costales de tierra de movía en muchos sitios.

- ¡Todas somos semillas, Damián! – explicaron al mismo tiempo uniendo sus vocecitas.

- No te asustes - repitió el piñón, y pidió a sus amigas silencio.

- Lo primero que queremos responderte, es lo de las casas que tienen luz y las que no tienen luz, Damián – habló un frijolito rojo, rojo como la sangre, y reconocí como semilla de Colorín.

Me quedé callado, y atendiendo todo lo que me decían:

- Las casas que tienen árboles son distintas a las que no las tienen, porque nosotros les damos una luz de vida.

- ¿Son entonces luciérnagas o cocuyos? – me atreví a preguntarles.

- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! – se burlaron todas las semillas al mismo tiempo.

- ¡No se burlen de mí! Yo no sabía que las semillas hablaran, ¡ni tampoco que tuvieran luz en su interior!

- ¡Damián tiene razón!

¡A ver! ¡Todas! ¡Dejen de reírse! – ordenaron unas pepitas de pino a las semillas encerradas en los costales.

- ¡Discúlpense con Damián! – gritó la semilla de Colorín con su vocecita.

- ¡Discuuuuuulpanos, Damián! - se escuchó una sola voz como de niña, pero al fin y al cabo, era una sola

Eso me hizo sentir mejor. Porque no me acostumbraba a hablar con tantas semillas a la vez.

- Las perdono, amigas... semillas... o ¿debo decirles, árboles?

- Somos semillas, Damián. No árboles.

Pudimos serlo si nos hubieran dejado en el bosque; pero... el viejo árbol que vive ahí, en lo alto de la montaña Magnolia, nos pidió que nos dejáramos atrapar por tu “abuelito”.

Así, tu “papi” nos metería en costales con tierra, para luego llegar a la ciudad de la luz anaranjada cada sábado y domingo cuando viene a vender tierra.

Entonces, ustedes eran las piedras... quiero decir, las semillas que mi abuelito lanzaba a la cuevita del río, en mi sueño de anoche?

- Sí, Damián, ¡éramos nosotras!
Muy pocas personas han soñado lo que tú. Y sólo quien fuera tan sabia como él gran árbol, podría recolectarnos para...

- ... ponerlas en los costales a ustedes, y luego hacer con esa tierra ¿“Tierra Encerrada”?

- ¡Exacto, Damián!

- Las personas como tu “abue”, que tienen muchos años de vida, conocen muchas cosas y se van volviendo sabios.

Ellos pueden darles a ustedes consejos muy valiosos.

- ¡Pero él jamás me platicó sobre ustedes!

- ¡Ay, Damián! ¡Te lo dijo de muchas formas!

Tú acabas de escribir en este libro que, te explicó lo de “cuando esa planta está por irse... ya terminó su vida... “

- “ ... cae a la tierra, y ¿se convierte en qué?”

- “En polvo... ¡En tierra!! – gritaron todas las semillitas.

- ¡Ja, ja, ja! Sí, ya me acuerdo – les respondí.

- Tu abuelito y papá entró en tu sueño. Te saludaron y te dijeron algo...

- No le entendía porque el ruido del agua de la cascada del río no nos dejaba escuchar.

- Y ¿qué crees que te decían?

- ¡No “sep”!

- Piensa, Damián. ¿Qué había en tu sueño?

Luego de pensar un poco, respondí con rapidez:

- ... agua... tierra... una cueva... un árbol que habla... y... mi abuelito...

- ¿No das?

- ¡Tierra encerrada! – grité.

¡La Tierra encerrada lleva semillas, y hay que ponerles agua para que crezcan y se conviertan en árboles!

- ¡Bravo, Bravo! – gritaron y aplaudieron huesitos de durazno y capulines; pepitas de girasol, melón, calabaza y sandía, y muchas otras semillas no sólo de árboles, sino de plantas, arbustos, flores... en fin.

- Y ¿cómo voy a repartir tantas semillas si aún no vendo tierra? – pregunté a una pequeña manzanita verde de un piracanto.

- ¡Ay, Damián! Tú si estás en la luna, como dice tu mamá – dijeron en una sola voz.

Una forma es platicando esta historia a la gente.

- ¡Es verdad! Por eso escribí este libro.

- ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

- Y ¿la otra?

- Enseña a sembrar a tus amigos, a tus primos, a la gente grande.

Enséñales a que cuide las plantas; que usen la tierra que tu papá, y ahora tú, así como toda la gente que baja de los cerros a vender tierra en costales a la ciudad, explique y convenza a los compradores a que formen más jardines.

Que de los patios de sus casas quiten los pisos de piedra o asfalto, y que dejen libre la “Tierra Encerrada” que está ahí, esperando a que le siembren pasto, un manzano, legumbres, bugambillias..., un girasol, y tantas otras plantas que formarán las casas de los animalitos que ya no caben en las montañas.

- Pero... si hago eso... ¡mucha gente va a asustarse porque no conocen a los insectos y los pájaros que viven en los árboles!

- Al principio, pueden espantarse un poco – aceptó mi idea un hueso de durazno -, pero recuerda que los niños que van a las escuelas, les enseñan que los animales no dañan a las personas si no las molestan.

Además, ¿no es mejor que los niños tengan cerca árboles y plantas, jardines y bosques, en vez de ir a las montañas?

- ¡Yo apenas supe que no hay bosques en la ciudad – reconocí.

- Hay muy poquitos. Y a esos parques la gente va mucho, porque tienen la necesidad de convivir con tierra, flores, pasto, árboles, y animales.

- Además, la gente que va a las montañas es muy descuidada – dijo con amargura una semilla de maíz.

Tiran basura, rompen plantas, hacen hoyos, llevan carros y motos que hacen ruido.

- ¡Pisan la tierra y a las semillas! – gritó un huesito de capulín.

- ¡Una llanta de moto pisó a mis primos y se rompieron! – explicó triste y casi llorando una avellana con sombrerito.

- Cuando la gente sube a las montañas o va a nuestros campos, hacen cosas feas - explicaron un par de nueces.

Una vez, quemaron la madera de un viejo árbol que “se fue”, como dice tu abuelito.

Ese viejo árbol nos había prometido devolver su “Tierra Encerrada” para que nosotros la usáramos para vivir.

- ¡¿Pero qué pasó?! – exclamé asustado.

Unos campistas quemaron la madera del árbol.

Y así, muchas de nosotras nos quedamos sin poder crecer.

Estamos esperando a que alguien nos ayude.

- Pero... ¿no hay quien las defienda? – pregunté.

- Si, ¡tuuuuuuuuuuuuuuuuuuú! – respondieron todas las semillitas al mismo tiempo.

Me quedé callado y miré hacia la puerta de donde mi papá aún no salía.

Aún estaba oscuro y el viento que soplaba me hacía sentir frío, y sin pensar mucho en lo que diría, les expliqué a mis amigas:

- ¡Ay!, Pero que tarea me han puesto, amigas.

Es algo... ¡muy difícil!

- Pero sin ti no podremos vivir, Damián.

Queremos crecer, como tú creces.

Queremos vivir y dar vida, como se las damos a ustedes.

Si a los hombres se les termina la “Tierra Encerrada”, también se les terminará la vida.

Te imaginas una ciudad sin gente, sin animales, ¡sin plantas!

- Eso lo puedo ver aquí mismo, donde sólo hay edificios y casas. Y carreteras, y calles, y ¡luces!

Hay mucha luz aquí por la noche.

¡Desde mi casa yo puedo verla!

- Ese es otro problema Damián – admitieron todas las semillas con una sola voz de niña.

La corriente eléctrica no es mala. Pero su uso en toda actividad, sí lo es.

Ya te demostramos que nosotros podemos brindar oro tipo de luz.

- Pero ¿cómo hacen eso? ¿Por qué sólo yo puedo ver esa luz de “vida” como le dicen ustedes?

Porque eres un niño bueno que sabe que no es necesario tener focos encendidos en la noche para poder vivir.

Tú sabes que la luz eléctrica puede usarse para ayudarte a ver cosas que realmente requieras ver cuando todo es muy oscuro.

- ¡Como mi “papito”! Cuando usó el faro para buscar a las gallinas.

- Es un buen ejemplo. Sí...

De pronto, una voz muy gruesa se dejó escuchar por encima de mi cabeza.

- ... acá, en la ciudad, Damián, vivimos menos años que en el campo o en las montañas, porque el alumbrado de las calles que es de luz eléctrica, nos daña.

- ¿Quién dijo eso? – pregunté en voz baja.

Estaba un poco sorprendido, pero no asustado.

- Soy... Jacaraaaaaaaanda, Damián - respondió muy lentamente el árbol y con una voz que retumbó en todo el lugar.

- Mucho gusto, señor Jacaranda – saludé mientras alzaba la cabeza para mirar el follaje del árbol.

- Quiero pedirles una disculpa a todos por entrometerme en su plática: Pero no podía quedarme callado, escuchando la charla tan interesante que están tratando – dijo amablemente el árbol, y al terminar de decir esto, todas las semillitas se entusiasmaron.

- ¡Viva! ¡Bravo! – gritaban aquí y allá desde los costales.

- ¡Yo quiero ser como tú! ¡Así de grande! – dijo una de las más pequeñas semillas que había visto, y que no sabía qué estaba haciendo ahí.

- Yo soy una lenteja – se presentó, y enseguida todo quedó en silencio.

Nadie se atrevió a explicarle que una lenteja no llega a ser un árbol, porque es una planta pequeña.

- No necesitas ser tan grande como yo – advirtió Jacaranda a la lenteja.

Esta, comenzó entonces a moverse con lentitud.

Poco a poquito, y luego, dando saltitos, fue saliendo de entre el montón de “Tierra Negra” aplastada frente a mis rodillas.

- ¿No puedo crecer cómo tú?

¡No te creo, Jacaranda! – habló al árbol con un dulce tono de voz, pero a la vez retándolo a que le demostrara lo que decía.

- Tú das una planta muy pequeña pero muy importante – expuso con sabiduría Jacaranda.

- Pero, pero, pero... y si quiero crecer cómo tú, ¿qué puedo hacer?

- Si te plantan, pequeña – dijo con amabilidad -, tú harás algo igual de importante que ser tan grande como yo.
- ¿Qué es más importante que ser tan grande como tú? – refunfuñó la pequeña lenteja, y detuvo su andar de a saltitos.

- Vas a ayudar a crecer a muchos bebés.

A muchos niños, a muchas personas grandes y viejitas.

- ¿Cómo?

- Precisamente así... – se me ocurrió decir, pero me detuve.

- ¡Explícale, Damián! – pidió Jacaranda.

- ¡Tú ayúdame a saber, Damián! – rogó la semillita que ya comenzaba a llorar.

- ¡Ay, peque! – dije con pena.

Entones, tomé la lenteja con dos de mis deditos.

La acerqué hasta al punta de mi nariz, para verla mejor, y de pronto ella se echó a reír.

- Estás haciendo bizcos – volvió a reír alegre, y luego dijo algo que me sorprendió mucho -: Y tu piel es morenita, como mi cáscara.

Eres muy parecida a mí

- Entonces, ¿así es mi piel? ¿Del mismo color que la tuya? Quiero decir, como tu cáscara.

- ¡Si, Damián! – respondió, y dando otro saltito, se subió a mi nariz.

Ahí, se quedó mirando a mis ojos, para luego afirmar con cierta tristeza:

- Ya entiendo... lo que me quieren decir.

No voy a crecer como un árbol, pero haré crecer a la gente... cuando... me coman... ¿verdad?

Esa revelación hizo que todos nos quedáramos callados.

Nadie se atrevía a decir algo.

Fue ella, la pequeña ruedita la que dijo al fin:
- Sabes algo, Damián... Yo sé que así de chiquita puedo dar vida. Y que además, llevo “Tierra Encerrada” dentro de mí, porque... cuando nací de una plantita, nos dijeron que debíamos estar muy contentas porque somos uno de los alimentos que la gente y los animalitos los hace crecer.

Al terminar de decir esta confesión, todos respiramos con tranquilidad.

Sin embargo, Jacaranda anunció:

- ¡Por eso digo que eres mucho más grande que yo!

Formarás parte de la gente, y eso es muy importante.

- Pero, pero... pero, pero... un día... ¡¿podré ser árbol?! - insistió.

- Eso no lo sé, amiguita; pero puedes sentirte como árbol, porque harás que una personas crezca, como lo hacen los árboles.

La lenteja enmudeció, pensó un poco y luego aceptó su realidad:

- Es verdad, ¡gracias! Muchas gracias Jacaranda. Ya comprendo lo que me quieres explicar.

Entonces, cuando estaba a punto de agradecer yo a Jacaranda la ayuda que me dio para advertir a una lenteja que no podía ser árbol, la pequeña saltó de mi nariz, y... ¡se metió en mi boca!

¿La mordí o la tragué?

¡No recuerdo!

Pero entonces perdí el conocimiento.

Tiempo después, desperté.

¿Dónde creen?

¡No adivinan?

Bueno, antes de decirles dónde, acepto que lo que leen es algo extraño, pero así como lo cuento, fue que sucedió la noche en que por primera vez, mi papá me llevaría a la ciudad a vender Tierra para macetas a la ciudad.

Que ¿por qué digo que me llevaría?

¡Ay! Pues... qué creen...

No se vayan a enojar... pero, tengo que decirles que esa noche que salí a cerrar el corral de las gallinas, pues... no me desperté al regresar a casa.

Ya saben dónde desperté?

En ¡mi camita!

Todo lo que les acabo de contar...lo soñé.

Así son las historias, y los sueños para mí son eso, historias reales.

¿Recuerdan que les platicaba que en el sueño, mi papito había entrado por una puerta y no había regresado?

Y que, en ocasiones, cuando yo estaba asustado ¿salía él para acompañarme?

Bueno, en mi sueño, eso sucedía cuando “papiringo” iba hacia mi camita para cuidarme, porque... ¿qué creen?

Luego que Mary, mi “mamita” se despidió de mí en la noche ¡me dio fiebre!

Una fiebre muy alta.

La culpa la tuve yo, porque me metí a la cama con la ropa mojada después de haberme caído en el piso, con “Caricia”.

Me resfrié, pero mis papitos me ayudaron a que la fiebre bajara.

Así, cuando yo estaba a punto de despertar, en mi sueño miraba que mi papá entraba y salía por una puerta de madera negra.

Ese sábado, estuve dormido y con fiebre todo el día, y como no había cenado la noche en que me enojé con papá, él me dio de comer ¿qué creen?

Pues ¡una rica sopa de lentejas!

Ya en al tarde, cuando me desperté por fin, “p´a” me contó que había escuchado todo lo que ahora les he contado en este libro, porque mientras tenía fiebre, hablaba y hablaba, y no paraba de hablar.

En pocas palabras, gracias a él, es que ustedes pueden leer mi historia, porque me alentó a escribirla.

Y bueno, ese sábado, me recuperé muy rápido porque me cuidaron mucho en casa; y el domingo, decidí acompañar a papá a la ciudad a vender tierra.

A eso se dedica mi “papito” y mi “abue”, cuando puede, porque él ya está muy grande.

Y saben algo, ¡parte del sueño se cumplió!

¿Recuerdan que papá me decía que Margarita ya no volvería a ir a la ciudad?

Pues eso se hizo realidad.

Para mí fue triste...

¡Pero no se pongan así... ¡

¡No pasó nada malo con Margarita!

Ella no volvió a casa con nosotros por una simple razón:

El lugar al que fuimos, donde en verdad está una gran Jacaranda y un Colorín, es un sitio donde hay gente que cuida a los animales viejitos que “están por irse”.

Ahí los cuidan, y los ayudan a devolver la “Tierra Encerrada” que han usado por mucho tiempo, y hacen que estén contentos.

Y ¿saben qué fue lo mejor?

¡Volvimos con una hija de Margarita!

Ella es Penélope. Una potranca que mi “aue” crió en ese lugar desde hacía mucho tiempo.

Yo no lo sabía, pero muy cerca de la ciudad, mi “abue” tiene un espacio muy grande donde cría animales.

Ahí, llega la mayoría de las personas que, como mi papá, y ahora yo, venden tierra en la ciudad en carretas jaladas por caballos, y que se internan en la ciudad donde pregonan en las calles la venta de tierra para macetas, jardines y ojalá, que para bosques.
Así termina mi historia.

Sabiendo que Penélope, como me dijo “abue” “es casi del mismo color a la corteza del árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque”.

- ¡Casi igual que tú! - me dijo cuando me dio las riendas del carro para internarme en la ciudad con la carreta.

Ahora sé, sin temor a equivocarme, cómo soy.

Desde ese momento, de vez en cuando sueño con Jacaranda.

Ella, me da las gracias por ayudarme a explicar una historia que ella nunca hubiera contado porque, no sabe escribir, como yo sí sé hacerlo.

Para el próximo año cuando cumpla los diez años de edad, y como ya le dije a mi papito, quiero ir a conocer en persona al árbol más oscuro y viejo que hay en el bosque.

¿Para qué?

Para quedarme dormido a su lado. Para que me diga cómo hace el árbol más grande de la Montaña Magnolia, transmitir lo que quiere a los árboles como las Jacarandas que hay en al ciudad; y claro, para que me siga contando historias dedicadas a los niños que saben cuidar las plantas, y desde hoy, conocen la importancia de regresar de vez en cuando su “Tierra Encerrada”.


FIN

Por: Joel Nava Polina
Copy Right Joel Nava Polina 2004
Derechos de Autor 03-2004-081713200300-01, México D.F
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